miércoles, 24 de agosto de 2016

Juanito Laguna, Ángel del espanto (Sobre la película “Pibe chorro”, de Andrea Testa)


Imágen Babel Nº3 Pomarola Talk 2016

Juanito Laguna, Ángel del espanto (Sobre la película “Pibe chorro”, de Andrea Testa)

Lucas Rubinich

¿Cómo se dice algo sobre el otro social y cultural? Y, específicamente ,  ¿cómo se dice algo cuando esa condición de otro genera sentidos comunes fuertes que lo convierten no solo en un desacreditado por  extraño, sino en portador de un  estigma para un sentido común generalizado? ¿cómo se dice  algo sin que la voluntad develadora de los productores culturales sensibles convierta lo que son situaciones sociales trágicas, en una tranquilizadora confrontación con ese sentido común, mostrando limpiamente su falsedad? Sobre estas preguntas, que son un problema, se construye la Película documental “Pibe Chorro”. Y aunque  en el abordaje concreto del documental surjan elementos disonantes, expresivos de distintas posiciones en el problema, hay al fin, una mirada con fuerza dramática que se impondrá impregnando al conjunto. El núcleo de esa mirada, que es la fuerza política del documental, está en la convivencia de definiciones trágicas sobre el mundo en el que se vive, con apuestas resistentes que adquieren  una dimensión trascendente al estar montadas sobre esas definiciones, naturalmente imantadoras de  gestos nihilistas
El escenario  sobre el  que la película se construye, es familiar a la periferia de las grandes ciudades. Allí, en el presente argentino, en los barrios atravesados por situaciones de alta tasa de desempleo,  de escasas opciones en cuanto  a las formas de obtención de recursos para los jóvenes, ligadas principalmente  al empleo informal temporario mal pago o la venta de droga barata en relación con la agencia policial, el centro de la escena lo ocupa la fragmentación  del lazo social. Y esto  se produce en un marco de agujereamiento en distinta intensidad de las instituciones estatales con trato directo con esas poblaciones. Es sobre ese humus que se surgen formas concretas de vida juvenil diversas, que incluyen también un tipo de práctica delincuencial cuyas características remiten a hechos llevados a cabo por consumidores de droga barata. Estos hechos tienen la particularidad de la no obtención de grandes resultados en términos económicos para el que delinque, pero se implementan con altos niveles potenciales o reales de violencias en relación a los objetivos y, además, pueden realizarse contra agentes del propio espacio social y territorial de pertenencia. Estas experiencias son el material con que se alimenta  la imagen de sentido común predominante de distintos sectores de la población y de los medios de comunicación para referir potencialmente al conjunto de los jóvenes de los barrios de los cinturones urbanos que están en los niveles más bajos  de la estructura social
En un lugar concreto del Partido de La Matanza, en un barrio popular, el equipo de filmación comienza a interactuar con muchachos y chicas del barrio contenidos por Mecha, una líder territorial que forma parte de un grupo de izquierda con persistente presencia en el lugar. Organizan el eje del guion en relación con un muchacho de 17 años que fue muerto mientras estaban en proceso de filmación. Lo que se va develando en el transcurso de la película,  a través del testimonio de Mecha, es que el muchacho muerto, Gaby, era uno de los que no robaba y que participa intensamente en las actividades del grupo y del proceso del documental. A Gaby lo mata David, otro muchacho de 17 años, vecino del barrio. El sentido de esta historia básica hecha objeto cultural dependerá, por supuesto, de los elementos estéticos, culturales, ideológicos que coloreando de una u otro manera, con una u otra intensidad la historia, conformarán el relato documental
II
En principio, en Pibe Chorro hay elementos de las visiones del mundo progresistas circulantes  en el campo cultural que se despliegan cuando se construyen objetos culturales sobre otros sociales y culturales, estigmatizados por las miradas convencionales predominantes. Esas visiones del mundo fundadas en saberes legitimados  académicamente, atienden al papel perverso de las instituciones disciplinarias y represivas, y  a la ignorancia de este papel por el sentido común generalizado alentado por los discursos de medios de comunicación de masas. En muchos objetos analíticos y estéticos construidos con estos materiales, el adversario principal es ese sentido común corporizado en sectores medios acomodados social y económicamente. Y todo el poder de fuego está puesto en demostrar el funcionamiento perverso de esas instituciones, tanto como la ignorancia o complicidad de esos sectores. Los resultados de esas miradas suelen ser correctos, indudablemente dicen una verdad que además es amable con la sensibilidad progresista, pero suelen ser artefactos con piezas tan bien encastradas que no producen desacomodamientos
Hay algo de eso en Pibe Chorro: Y si ese algo hubiese sido predominante, la película no tendría la capacidad de conmover intelectualmente como efectivamente ocurre. Porque hay una dimensión trágica que le otorga a esta película una fuerza singular, y que se impone sobre los elementos antes mencionados.
Pero vale la mención de esos elementos que conforman esa forma de sensibilidad progresista porque tienen presencia fuerte en zonas de la cultura como las que generan este documental. En Pibe Chorro a los pocos minutos de iniciada la película y luego de un extenso poema  de decidida impronta dramática dicho por Vicente Zito Lema, hay una escena con fondo de bosques de Palermo: verdes salpicados de colores, jacarandáes  violáceos florecidos, lapachos rosados cayendo sobre el lago, y las elegantes columnas blancas de una pérgola.  En ese contexto se entrevista a dos mujeres que podemos suponer habitando barrios de clases medias con pretensiones, o medios altos, y con hijos o hermanos en colegios compatibles con esas expectativas. Se le pregunta a una de ellas su opinión sobre la baja de edad de imputabilidad y la respuesta, con un decir amable y correcto en el uso de la lengua legítima, sostiene la necesidad de encierro para su reeducación. La entrevistadora pregunta si conoce las cárceles y la entrevistada contesta que no. Con la misma escenografía de fondo una estudiante universitaria habla de intranquilidad cotidiana frente a los robos.  Y en una escenografía más específicamente urbana, con un fondo de mármol de edificio público un hombre afirma que no se puede vivir, que matan por centavos y que el estado debe arbitrar los medios para impedir esa situación. Como en el caso de las otras dos entrevistadas este rostro  también aparece borroso quizás queriendo significar que eso que se dice va más allá de una opinión individual  Cuando el hombre termina su parlamento  la  entrevistadora repregunta:¿ A usted le han robado? Y el entrevistado responde: No. Nunca. Las  sonrisas de superioridad moral  del público  en el cine Gaumont confirma que esa sensibilidad progresista fundada en un preciso conocimiento académico, construye a esa persona blanca de clase media en un objetivo particular de su confrontación dado  que por su condición de privilegiado social  y educativo puede ser calificado, o bien de ignorante, o una clara expresión de la maldad del sistema. La misma reacción se presenta cuando un estandapero de barrio conurbano hace distintos chistes con el miedo que produce su figura aunque no haga nada  Y la verdad, está ironía sobre un sector estigmatizador, es, para decirlo de algún modo que deje las cuentas claras, simplificadora. Resulta cómodo dejar la mirada estigmatizadora solo en los sectores sociales que la sensibilidad política asociada a este sentido común culto progresista identifica como el que debe ser denunciado. Lo que no se ve en la película, porque tampoco esa sensibilidad política lo habilita, es que esa mirada  estigmatizadora es compartida por grandes sectores de trabajadores habitantes en barrios populares  más o menos integrados. Y se podría sostener que quizás la descalificación al pibe chorro es más violenta allí, porque es más cercana y cotidiana la agresión concreta contra alguien que trabaja y vive austeramente. El conjunto de esas miradas que omiten lo  anterior encastran de manera perfecta con los correctos y fundados discursos de profesionales que explican conceptos de la criminología crítica. Las instituciones en el castigo actúan selectivamente sobre una clase social y son administradoras del dolor.
III
A estos aspectos denuncialistas,  tan verdaderos como simples, se enfrentan, en tanto  mirada que expresa  de algún modo una estética distinta, a la mayoría de las escenas de la película que sin lugar a dudas tiene aspectos claramente problematizadores de algunas fuertes convenciones circulantes sobre la cuestión. Refieren a una zona oscura del mundo popular pero que es relevante cualitativamente. Hay en ese mundo como en cualquier espacio de la sociedad con mucha población juvenil, multiplicidad de colores, alegría, vitalidad; pero la elección acá es dar cuenta de esa zona oscura que efectivamente existe e impregna de distintas maneras a todo el espacio, Y es en el trabajo sobre esos aspectos en donde se encuentra su verdadera fuerza política y su potencial artístico.  La participación de Vicente Zito Lema en tanto decidor de su poesía es fundamental en este sentido. Al respecto es imprescindible no descuidar que la letra y la  entonación clásica de la que se vale Zito Lema tematizando la preocupación por el otro, provocan en muchas sensibilidades culturales del presente, una fuerte desconfianza. Fundamentalmente porque esas entonaciones asociadas a morales humanistas quedaron como manifestaciones retóricas, despegadas del mundo concreto, como gestos de un paternalismo abstracto cercano al patetismo. No es este el caso. Ese prejuicio fundado, acá, se derrumba estrepitosamente
 Las  cuatro escenas con las poesías de Vicente Zito Lema con su voz y entonación clásica- centrales para la identidad estética más poderosa de la película, junto a una de los testimonios de Mecha la dirigente barrial-son, coherentemente, escenas oscuras. En la primera la cámara recorre los pasillos de una fábrica vieja mientras la voz recita. Tambores de chapa vacíos, alguna maquinaria en desuso, piso de cemento, una oficina con paredes de madera de los años cuarenta Un espacio que recuerda quizás momentos vitales, pero que  así se ve fantasmal. Y al fin, se encuentra con el narrador de la voz que parece voz en off y es el poeta que recita con el papel en la mano en una sala con austeros sillones de madera y un alambre tejido que a mitad de la pared separa de otros espacios. Allí el rostro del poeta con la voz que había nombrado al niño de la pobreza como “Angel del espanto”, le dice los últimos versos a cámara: “¡Oh, alma de niño!/Cuerpo de la pobreza/Sombra mía,/¿La muerte que besó tus labios/También te arrancó del paraíso?.”
En la segunda escena  la voz se escucha con la misma solemnidad y entonación clásica y la cámara recorre distintas imágenes dibujadas de Gaby , el muchacho muerto. ”Condenados por el delito de nacer/ donde y cuando no se debía”.  No hay aquí culpas tranquilamente localizables en otros en lo que va diciendo esa voz.  Al contrario, en la tercera escena la voz poética se vale de la primera persona del plural. Y quizás no sea para hablar en nombre de la sociedad en abstracto, sino de una porción de la sociedad que en un tiempo no tan lejano pudo construir definiciones concretas sobre los males del mundo terrestre y que por ello tomó el toro por las astas. Porque las heridas en una parte del colectivo eran para esas definiciones las propias heridas. La cámara, en una toma de aficionado o registro de cámaras de seguridad, muestra desde lo alto de un edificio en la noche, el linchamiento de un muchacho de parte de otros jóvenes quizás cerca de un boliche. El viejo poeta de una generación rebelde se  vale de palabras creíbles, en las que se percibe un dolor sin sobreactuaciones,  el peso en el alma del que mira el campo de batalla del lado de los derrotados con una mezcla de  tristeza apagada  y silencioso desconcierto y se pregunta : ¿La primera piedra la tiró el miedo?/¿Y detrás del miedo,/Quién abrió las puertas?/¿Nuestras almas que todo lo podían, cuando sucumbieron?/¿Cuando nuestra gloria se desvaneció entre los ronquidos de la agonía/Bajo la ciénaga de la naturalización?” No hay lugar para ambiguedades cuando se ha decidido no tranquilizar la moral derrotada disfrazándola con tibios fuegos artificiales que cantan a los derechos  en abstracto y portan íconos fetichizados. Las palabras del poeta portadoras de una belleza oscura dicen de manera contundente  lo que por razones distintas es difícil de decir para todos: El niño de la pobreza ya está muerto/Solo espera una palada de tierra.
En la cuarta escena el poeta camina por el escenario fantasmal de la fábrica vieja hasta llegar a un espacio en el que hay colgados, cual ropa de un cordel,  decenas de papeles con el dibujo en blanco y negro de Gaby. Se ve la espalda  del poeta que mira los retratos y la voz  dice lo que no es fácil de pensar cuando se entiende a ese otro como víctima de formas injustas y crueles de organización de la sociedad. Dice lo directamente innombrable para esas morales derrotadas que disimulan sus agujeros con ejercicios retóricos que remiten patéticamente a antiguas efervescencias: El peor de los suplicios en los confines de la pobreza/Es el niño que nació para la vida/Y mata./Mata porque ya está muerto en su primer grito/Y en la muerte del otro igual no renace/Ni escapa del destino oscuro/De los dioses vengativos.
 Decir que la víctima mata es comprender hasta límites trágicos la densidad escabrosa de su condición de víctima .La fuerza política de estas afirmaciones poéticas está en que en su oscuridad  se convierten en  crítica radical. El espectador percibe a través de estas historia una forma de organización del mundo productora de espacios que se convierten perversamente en un sin salida, que además no espera pasivamente su destino, sino que lo acelera con potencia autodestructiva, quebrando las tramas que posibilitan a los oprimidos pararse frente a los poderosos e imaginar un futuro. Porque no hay otra posibilidad para los oprimidos que el fortalecimiento del lazo social, lo que el sabio árabe del 1300  Ibn Jaldún llamaba asabiya y que se traduce como fuerte solidaridad, espíritu del clán. No hay clán, no hay espíritu de grupo con la víctima convertida en victimario también de los propios. Y ese es el elemento más trágico que contribuye a la reproducción der una forma de organización social, política y económica: la destrucción de la potencialidad política de los más oprimidos. Y hay que reafirmarlo: no la atenuación y restricción de la capacidad de las formas de expresión política de los oprimidos, sino, claramente , la destrucción de los elementos básicos que posibilitan la construcción de lazos que pueden ser transformados en herramientas de organización y lucha política.
Las sombras, la oscuridad de estas escenas expresan el clima de tierra arrasada. Y  es puesta de manifiesto también, y en un primerísimo plano,  en un diálogo entre pibes privados de la libertad. La pantalla  directamente en negro durante todo el tiempo en el que se escucha la entrevista entre chicos de un instituto de menores en un taller de derechos humanos reafirma las crueles formas de la fragmentación. Es solo la voz de dos chicos con las entonaciones  de un castellano del mundo juvenil excluido  del conurbano. Se escucha  lo que es seguramente un ejercicio del taller: entrevistas. El ejercicio consiste en que uno pregunta: “¿qué es lo más feo de estar privado de la libertad . A partir de allí se desata un diálogo en el que el  entrevistador ante los dichos del entrevistado afirma que “él haría lo necesario para no volver a ese lugar”. Entonces el entrevistado repregunta provocadoramente:” -¿Harías algo para no pasar de nuevo por esto? ¿Y si afuera necesitás plata y la gente no te da trabajo, qué hacés?” Y el otro contesta:“-Y bueno… antes de pasar de nuevo por esto agarraría un carro y me pondría a juntar cartones, algo. A pedir monedas. Algo haría. Esto es muy feo. Viste…”. El interrogado cuestiona,  y pregunta si sabe que lo van a discriminar. El otro contesta con la que sabe que es la respuesta convencional, la que remite a una virtud universal improductiva en el presente globalizado e individualizado,  aunque no necesariamente crea que pueda transformar eso en una práctica real.  Dirá que no le importa. Que lo importante es dejar al hijo un buen ejemplo para el día de mañana. Y la intervención final del que había comenzado siendo el entrevistado, quizás un tanto molesto por que entiende que hay algo de actuación “para el afuera” del entrevistador, es cruda, sin vueltas:-
- ¿Y vos pensás que tu hijo cuando crezca y diga que vos sós un fracasado y que juntás cartones y todo eso….? ¿Vos te pensás que tu hijo al  ver otra gente y otros nenes que tienen mejores cosas... Vos te pensás que tu hijo te va a querer por eso…?
El clima sombrío está presente también, aunque de otra forma en la entrevista al defensor de menores. La figura voluntariosa y con algún signo de agotamiento del defensor se presenta en el pasillo exterior de un piso alto que da al patio interno a de un viejo edificio de la justicia rodeado de estructuras metálicas que sostendrán andamios, quizás para un trabajo de reparación.  Es esa figura de luchador, tan cansado como convencido y persistente, que parece llevar en su gestualidad una voluntad acostumbrada cada vez más a confirmar la incompatibilidad de la letra jurídica con la experiencia concreta, la que expresa desazón y llena de nubes oscuras la posibilidad de alguna alborada. Es el soldado de  una Cruz roja sin recursos que trata  dignamente de realizar su tarea en el terreno de los derrotados  mientras continua el bombardeo, y  esgrime recursos contra la flagrante injusticia de esas acciones, aunque el bombardeo luego de alguna interrupción vuelve a comenzar. La apuesta allí no es cambiar nada, ya que es imposible dadas así las cosas, sino atenuar algún dolor, quizás solo por un momento; evitar el castigo indiscriminado contra, por lo menos, algunos de los miles y miles de afectados. Es por su persistencia y su carencia de fuerzas objetiva una tarea con algo de heroicidad romántica. Cuando el defensor escucha que el chico no se quiere ir del lugar de detención porque come todos los días y tiene pileta, y  le intenta explicar que para garantizar sus derechos a la alimentación y a la recreación no debe estar privado de su libertad, le cae encima el peso abrumador de un proceso que cuenta con fortaleza no solo coercitiva sino cultural, y que entonces desacomoda  distintas morales hasta una situación de crisis anómica.
IV
Pero la escena en la que se llega  al grado de reflexión dramática más  atropelladora de sentidos comunes, en la que hay densidad analítica, potencia dramatúrgica  y, si se toma en cuenta quien habla, el mayor grado de radicalidad, de subversión filosófico política, es la intervención de Mecha, la dirigente barrial, cuando cuenta los detalles de cómo vive el anoticiamiento de la muerte de Gaby. Mecha es dirigente barrial de un movimiento de izquierda, criada en ese barrio. Su mirada sobre el mundo es compleja y sin demasiado esfuerzo perceptivo imaginamos solidez en sus acciones. En la capacidad argumentativa se observa tanto su cultura de izquierda como su experiencia sensible como militante territorial. Y es en ese cruce , donde la tradición iluminista se funde con la sensibilidad romántica,  que se habilita un relato que tiene teatralidad de tragedia  griega y  capacidad  filosófico política.
 La pantalla muestra el rastro en primer plano de una mujer. Es un primer plano como el de los canales de TV dedicados a noticias policiales que se detienen en las imágenes sufrientes de la madre o compañera que han perdido hijos o maridos, y que dicen, como es habitual escuchar con cierta indiferencia con la que se escucha lo habitual: queremos justicia. Esta es una mujer de barrio y también su rostro es por momentos un rostro sufriente, pero en este caso su narración camina por una zona que conmueve, generando  sentimientos  que van más allá de la simple identificación con el  dolor del otro, aunque también este eso. Es verdad que el género  de primer plano sufriente  incita a la emoción sin mediaciones. Pero no es así en este caso. Conmueve sí, pero de otra manera; conmueve,  emocional e intelectualmente.
Se trata de una narradora protagonista de un hecho trágico al que su monólogo final le agrega un singular componente a la tragedia-. En la primera parte del relato Mecha presenta a Gaby con una anécdota que lo muestra con voluntad de zafar del destino social marcado, no escapando del lugar, sino incorporándose a las peleas capilares por evitar en los iguales cercanos ese destino. Poco tiempo antes de su muerte se ocupaba de dos chicos que querían “rescatarse”. Mecha cuenta que efectivamente los chicos comenzaron a venir y que uno de ellos estaba con Gaby el día que lo mataron .
Y ese es el pie para el centro del relato en donde cuenta la escena en que recibe un llamado confuso de una compañera alterada diciendo que lo mataron a Gaby. Dice que salió corriendo y que todos salieron corriendo porque ella seguramente  gritó:¡ lo mataron a Gaby!. El relato  y la gestualidad de la narradora que, claramente no puede evitar la conmoción por el recuerdo, permiten imaginar la intensidad de esa carrera de Mecha, de otras mujeres y muchachos del barrio , hasta llegar al lugar  de nombre impersonal de película distópica (Rama 4 y La Central),  seguramente familiar para los del lugar. Allí todos, y ella también, lo ven tirado a Gaby. Tiene la marca de un tiro en la cabeza . Mecha hace un mínimo alto en el relato,  y dice que se desesperó. Un compañero  seguramente con autoridad militante, pero en el lugar del coro en la escena, le propone a Mecha que abandone el coro. Seguramente porque en esa confrontación pública con la autoridad la mujer es más efectiva. Le dirá que tiene dos opciones: una es seguir llorando como las otras mujeres del coro, o  limpiar simbólicamente a Gaby. Le propone que vaya al centro del escenario ocupado por el cuerpo del joven con un tiro en la cabeza y de una pelea que es una pelea simbólica, una pelea por la definición de lo ocurrido, que en este caso de acuerdo sea una u otra, afectará o no, lo que la sensibilidad del grupo entiende que es fundamental: la honorabilidad del pibe muerto . Las consecuencias jurídicas prácticas de esa definición realmente no importan.
No interesa que esa definición por la que se lucha tenga como probable resultado la caracterización penal de otro como victimario y quizás una condena correspondiente. No. Se trata de dejar claro que el muchacho muerto, aunque potencialmente podría valerse de ellas porque no es algo extraño en el barrio, no usaba armas. Y entonces es que efectivamente  Mecha ocupará un lugar en el centro de la escena y modificará el libreto burocrático policial. Porque es seguramente por comodidad burocrática que se arregla la escena para que este tipo de muertes sean caracterizadas como “enfrentamiento entre bandas”. Para ello es imprescindible que se demuestre que la víctima fue el perdedor de una confrontación armada. La manera de hacerlo es dejar al lado del cuerpo un arma que sea el tipo de arma usada más corrientemente en los barrios. El papel protagónico de Mecha en la escena es  cuando, habiendo salido del coro, y advertida por la señal de un compañero, observa que uno de los policías lleva un revolver calibre 22 y está por dejarlo al lado del cuerpo. Mecha interpela allí a la secretaria del fiscal y le advierte cual es la intencionalidad del policía. Logra que saquen a todos los policías de la escena y que solo quede la policía científica. No permitió los cambios de un elemento significativo en la escena y logró, al fin, ganar esa mínima batalla simbólica.
Y claro es una batalla mínima y en realidad quizás a otros vecinos cercanos que no conocían personalmente al muchacho muerto no les conmueva demasiado el cambio porque, en verdad, también es cierto que el que ocupa el lugar de Gaby  podía haber portado un arma. No se trata de una denuncia que da cuenta que eso es siempre así. Es así unas tantas veces y otras tantas veces no. Pero tampoco  para Mecha y para sus compañeros es solo una lucha afectiva por “limpiar” a un individuo, aunque también y fuertemente lo es. Se trata, sobre todo, en un contexto extraordinariamente adverso, de dar cuenta, desde esa moral universalista heredera del iluminismo, de cómo  las lógicas absurdas de la crisis anómica, castigaron a un muchacho igual que los otros. Igual que los otros, pero que, sin embargo, había incorporado una sensibilidad,- no una ideología, ni una conciencia política-, una sensibilidad, que le permitía avizorar algo relativo a la posibilidad de pensar que esa forma de vida quizás no formaba parte de un destino inexorable. Una mínima experiencia de  vida que de algún modo puede  expresar algo que  a primera vista no posee fuerza política, pero que brota como algo fresco en medio de la tierra arrasada, de los escombros. Y esta dirigente y sus compañeros creen, o quieren creer, que  en estas mínimas luchas hay algo así como una capacidad constitutiva de los seres humanos de experimentar sensibilidades alternativas a todas las formas de dominación y también a esta que infernalmente parece clausurar hasta  la capacidad  humana de imaginar futuros.
Lo más significativo, no obstante, es lo que podríamos llamar el monólogo final de este relato que es cuando Mecha, la  dirigente barrial se hace preguntas que desacomodan no solo las seguridades ideológicas, sino también los sostenes que dan sentido a la convencionalidad de la vida cotidiana. Produce una objetivación radical y lo hace desde un lugar en el que el afecto, la sensibilidad, vitaliza con una fuerza arrolladora una mochila cultural conformada por experiencias de luchas territoriales y tradiciones de izquierdas. Mecha dice:” David es un pibe de la 20. Como cualquiera de los otros pibes. La misma edad que Gaby: 17 años.” La cámara toma en primer plano todo el tiempo el rostro de Mecha. Y un recurso que habitualmente se destina a despertar la emoción fácil, aquí se convierte en el indicador tajante de credibilidad. Porque ¿cómo se cree en lo que dice alguien, cuando nadie cree en nada?  No es fácil, pero cuando  dice lo que dice esta voz y este rostro observado en sus mínimos gestos, no hay vueltas: cualquiera le cree. Está hablando del pibe que mató a Gaby por el que ella, como expresa su mirada , tenía un cariño especial. Y dice lo que dice de ese otro muchacho con la calma y la tristeza comprensiva de quien percibió  sin mediaciones, con crudeza intelectual, las formas perversas que adquiere la organización social y política del mundo en las banquinas de la estructura social. Y entonces dialoga, como personaje de una tragedia, con la voz y la entonación clásica de Vicente Zito Lema (El niño de la pobreza ya está muerto/ solo espera una palada de tierra).Es en ese momento cuando dirá que su organización le pedía y le exigía que exigieran justicia.Y entonces, utilizando el recurso de la interrogación retórica, es que el personaje Mecha se yergue con grandeza trágica para hablarle ya no al interlocutor inmediato, sino a todos. ¿Me estaban pidiendo que fuera a la fiscalía a pedir que metan preso a otro pibe como Gaby? ¿Qué lo mande a un penal? ¿Para qué? ¿Justificaba que a una fiscalía y a un juez que le importan tres carajos todos los pibes nuestros, les pidiera justicia? No”
Y allí se hace más explícito el diálogo con la voz de Zito Lema. Y su singularidad, la que convierte a ese diálogo en un diálogo mano a mano, está en la ternura desolada, que se vale del diminutivo cuando vuelve a mencionar al muchacho matador:”-David, ya estaba condenado…  él solito…” E inmediatamente cuando en su condición de política ideológica debe encontrar algún elemento explicativo lo hace  con sensibilidad iluminadora describiendo un leviatán decadente y marginal “tan perverso y tan cruel” que “ajusticiaba a los pibes, y los sigue ajusticiando, al pedo” Que mata y los convierte también en matadores de los otros y también de los propios. Por eso hay un victimario que también es víctima. “Costó muchos que me entendieran”, dice Mecha. Y  sentencia con firmeza que sabe que no tiene que rendirle cuentas a nadie, pero-y la expresión se subraya con un gesto deseado de bajar la guardia- que sintió alivio cuando la mamá de Gaby la comprendió.
V
Inmediatamente después de este monólogo intenso hay imágenes sin sonido en la pantalla. Se ve a Gaby, el pibe que mataron. Un primer plano. Tiene ojos a los que rápidamente se los llama despiertos, y una sonrisa. Quizás como cualquiera de los otros pibes. Lleva un gorro celeste con viscera, una remara azul y una campera deportiva roja. Limpias, cuidadas. Es el rostro delicado, fresco y vital del inocente. De uno de los que no usaba un arma. Y es desacomodador que él sea el rostro de la película, porque es el que no mató. El que no quería matar. La imagen, entonces, tiene algo de brutal, porque nos recuerda que la tirada de dados marcados,  producto de las determinaciones de un proceso generado por un leviatán decadente, subalterno y oscuro, hacen que cualquiera sea el niño de la pobreza- también el mismo Gaby- “que nació para la vida”, potencialmente pueda matar y hacerlo con sus iguales. En ese escenario de ciudad bombardeada y humeante, también está la infinita capacidad de reconstitución de la naturaleza humana. La voluntad que no surge “naturalmente” de un estado de efervescencia social, sino la que existe en la peor de las derrotas.
El final del documental  da cuenta de eso y  nuevamente a través de Mecha la dirigente barrial.Y podría haberlo expresado  en sus acciones diarias. En la práctica cotidiana que acumula frustraciones, pero que no amilana el espíritu guerrero, aunque  los resultados opresivos de la experiencia triunfante se expanda por los vericuetos  más sutiles de la población. Pero se elige hacerlo con una apuesta personal de la  mujer. La escena final, que puede ser recurrente  si se quiere convencional, no lo es porque corona la experiencia anterior. Es en la sala de espera de un hospital y luego en la camilla en donde a Mecha se le practica una ecografía. Es una nena y pesa tanto. Se mueve mucho. Risas de la embarazada y palabras amables de la médica. Es una apuesta personal y es también una apuesta política. Como la poesía de Zito Lema, Mecha sabe que en ese escenario cualquiera de los pibes ( que ella llama los pibes nuestros) puede morir y matar absurdamente. Al final del monólogo Mecha se pregunta a sí misma y se lo pregunta a la memoria de Gaby, y responde:” No tiene sentido la muerte de Gaby. Y mucho menos la de David. No tiene ningún sentido…”.  Sin embargo, no es el abismo. No es Macbeth. Porque hay una apuesta guerrera. Y por eso la escena pierde su convencionalidad. Porque se va a criar el hijo en ese escenario y entonces  no es retórica la idea de lo personal es político. Aquí es extraordinariamente vital: se hace imprescindible la apuesta por transformar el mundo para continuar transitando ese trozo del mundo en el que va a vivir su hija

VI
Allí, sobre los arrabales  de una  gran urbe sudamericana,  sobre escenas que se desarrollan en un pedazo de ese territorio que se llama La Matanza se construye, a través de un diálogo  poético reflexivo y un poco desordenado, algo potente. Ese diálogo encausa productivamente la emoción y termina dando cuenta de un nuevo personaje  del mundo popular, nacido  tanto de los desconciertos de las estéticas con sensibilidad social, como de las derrotas de múltiples experiencias que se propusieron cambiar el mundo. Y esto, es un hecho singular. Porque distintas formas artísticas que son, entre otras cosas, también condensadores de experiencias, no parecen encontrar en las últimas décadas  la manera de abordar productivamente esta complejidad.  Se intentan estilizaciones  sostenidas en los residuos de un viejo humanismo, a la vez que, y confrontando con ella, se esbozan formas atravesadas por la ironía que ya no pueden creer en esa conmiseración retórica hacia los otros, y apuestan a destruirla
Sin lugar a dudas la literatura y las artes visuales habían construido durante todo el siglo xx, personajes del mundo popular que con distintas intensidades y por ello con sesgos diferentes, tenían algo en común.  Y ese algo en común no  se manifestaba en todos los casos en banderas explícitas, sino más bien, con algún elemento, con gestos, con maneras de definir una pequeña situación,  que referían desde distintas identidades estéticas e ideológicas a un humanismo que atendía, en el sentido más fuerte de estos significantes, a los humillados y ofendidos, a los condenados de la tierra. Los habrá sufrientes soportando el peso de la injusticia en el principio del siglo XX en la literatura de Boedo, en el mundo en blanco y negro de los Artistas del pueblo. Más tarde, desde los albores de los años sesenta y durante esa larga década, las calles de las ciudades industriales de la Argentina, se encontrarán con los trabajadores dignos, orgullosos, inquebrantables  de Ricardon Carpani, a través de murales, afiches y los periódicos de organizaciones sindicales.  La Familia obrera de Oscar Bony surgirá desde un espacio celebrador de la modernidad desarrollista y delineará  un tipo social, autodisciplinado y correcto, portador de una voluntad de integración y una identidad colectiva, que serán los pertrechos con los que el referente concreto, frustrada la modernidad política, participará de huelgas y rebeliones callejeras de los años sesenta. La rebeldía prepolítica, en el cabecita negra de Germán Rozenmacher, en el Isidro Velásquez de  Roberto Carri y en el Moreira de  Leonardo Favio, acompañará, proporcionándole  vitalidad romántica, a la radicalización política. En cada uno de estas construcciones artísticas no estará ausente, aunque más no sea a través de algún elemento, esa sensibilidad común que implícitamente refiere a  los últimos, que algún día, serán los primeros. Tampoco está ausente, aunque de una manera peculiar que ofendería a los humanistas ingenuos, en el sufrimiento del mundo popular que volverá con el Niño proletario de Osvaldo Lamborghini, ya no para  la conmiseración con el dolor de los explotados, sino para redefinir el lugar de la barbarie encontrándola en la perversidad con ribetes de grandiosidad wagneriana de los poderosos.
Pero quizás el personaje arquetípico que puede permitir cruces entre elementos de distintas tradiciones  y  que resulta condensador  de las sensibilidades que arman la zona  común impregnada de tonos humanísticos con los que los distintos espacios artísticos de la argentina han delineado sus miradas sobre el mundo de las clases subordinadas, sea el Juanito Laguna de Antonio Berni. Juanito habitante de las villas miserias. Pero de unas Villas Miserias que son el espacio más pobre, pero no de cualquier sociedad, sino de  una sociedad integrada. El primer Juanito en un grabado blanco y negro camina descalzo llevando dos baldes de agua, otro se bañará en un riacho o laguna conurbana, otros jugarán con un trompo o remontarán un barrilete .Se lo verá sentado junto a otros niños aprendiendo a leer. La familia sufrirá con la inundación, o festejará en la austeridad de una mesa común la navidad. Podrá ser ciruja y se lo verá descansando entre los residuos. Ya un Juanito joven caminará seguro y tranquilo  hacia el trabajo (Going to the fábrica). Y no importa cuando estén fechadas. Todas esas imágenes de Juanito y el resto dan cuenta de un mundo de la pobreza en una sociedad integrada y con expectativas, en la que aun en los confines del suburbio hay espacios tranquilos para el ocio  infantil y juvenil. Hay lazo social fuerte entre los iguales, el territorio propio está pacificado. Puede caminar tranquilo en el amanecer rumbo al trabajo. Se vive entre ( y con ) los restos y la basura de la sociedad industrial; las condiciones del hábitat son indignas. Pero en ese contexto, la mirada de Juanito es tranquila. Hay dificultades de la pobreza, pero se afrontan con la calma, con las expectativas de percibir que se camina hacia un futuro. Hay movilidad social ascendente y altas tasas de empleo. Juanito Laguna es portador de una cultura del trabajo de los años cincuenta, primeros  sesenta. Es un trabajador o hijo de un trabajador Es parte de algo en común. Es un pobre que está preparado para mejorar en la vida y eso es un sentimiento colectivo que valoriza la vida de todos.
En el presente cualquier muchacho de los barrios pobres del conurbano puede ser dibujado con la imagen  que un sentido común generalizado asocia al pibe Chorro. Cada uno de esos muchachos más allá de cual sea cual sea el papel que le ha tocado en el reparto de mínimas opciones de integración, llega a un mundo en el que el desempleo creció a niveles altos y una gran parte de la obtención de recursos se logra a través de lo que se llama el trabajo informal.Y en el medio de todo esto surge una nueva opción real de obtención de recursos: otra economía informal, que afectará a poblaciones juveniles y que se organizará en función de la venta de droga barata en un complejo entramado que incluye a sectores de las agencias policiales y que sin vueltas, de manera arrolladora,  desarma lazos sociales. Además, consecuentemente, produce individuos sin futuro; actores posibles de una absurda guerra de todos contra todo marcada por el sinsentido, por la inexistencia de horizonte.
 Sobre este mundo se mueven los nuevos Juanitos Laguna. Y no es fácil dar cuenta de ellos para una mirada artística con sensibilidad política, a menos que se omitan algunas de esas potenciales características que ocupan un lugar no menor y que se relacionan con que adelante de sus ojos no hay caminos, ni habilitación a soñar con llegar a algún lugar. Y entonces emerge la violencia sin brújula, y no solamente por la arbitrariedad estatal a través de sus fuerzas represivas, sino porque formas diversas de un proceso económico, político y  cultural, quiebran permanentemente los entramados que puedan dar sentido autónomo al mundo de los oprimidos. Esta película da cuenta de esta situación compleja. Puede describir las sombras de un abismo e imaginar con resistente persistencia que quizás no hay una caída irremediable en él. Y allí está su fuerza política, en no disimular  esos aspectos, en incorporarlos productivamente construyendo un nuevo Juanito Laguna, disonante para las sensibilidades artísticas del siglo XX argentino. Este, que puede caminar por los senderos de un asentamiento urbano en el partid de La Matanza, es un Juanito Laguna que” nació para la vida y mata”. Y “mata porque ya está muerto en su primer grito “.  Pero es también el muerto. Es el niño que lleva la muerte sobre su alma. El que “.. en la muerte del otro igual no renace/Ni escapa del destino oscuro/De los dioses vengativos”. Es  el Juanito Laguna, "Angel del espanto".







Juanito Laguna, Ángel del espanto (Sobre la película “Pibe chorro”, de Andrea Testa)


Imágen Babel Nº3 Pomarola Talk 2016

Juanito Laguna, Ángel del espanto (Sobre la película “Pibe chorro”, de Andrea Testa)

Lucas Rubinich

¿Cómo se dice algo sobre el otro social y cultural? Y, específicamente ,  ¿cómo se dice algo cuando esa condición de otro genera sentidos comunes fuertes que lo convierten no solo en un desacreditado por  extraño, sino en portador de un  estigma para un sentido común generalizado? ¿cómo se dice  algo sin que la voluntad develadora de los productores culturales sensibles convierta lo que son situaciones sociales trágicas, en una tranquilizadora confrontación con ese sentido común, mostrando limpiamente su falsedad? Sobre estas preguntas, que son un problema, se construye la Película documental “Pibe Chorro”. Y aunque  en el abordaje concreto del documental surjan elementos disonantes, expresivos de distintas posiciones en el problema, hay al fin, una mirada con fuerza dramática que se impondrá impregnando al conjunto. El núcleo de esa mirada, que es la fuerza política del documental, está en la convivencia de definiciones trágicas sobre el mundo en el que se vive, con apuestas resistentes que adquieren  una dimensión trascendente al estar montadas sobre esas definiciones, naturalmente imantadoras de  gestos nihilistas
El escenario  sobre el  que la película se construye, es familiar a la periferia de las grandes ciudades. Allí, en el presente argentino, en los barrios atravesados por situaciones de alta tasa de desempleo,  de escasas opciones en cuanto  a las formas de obtención de recursos para los jóvenes, ligadas principalmente  al empleo informal temporario mal pago o la venta de droga barata en relación con la agencia policial, el centro de la escena lo ocupa la fragmentación  del lazo social. Y esto  se produce en un marco de agujereamiento en distinta intensidad de las instituciones estatales con trato directo con esas poblaciones. Es sobre ese humus que se surgen formas concretas de vida juvenil diversas, que incluyen también un tipo de práctica delincuencial cuyas características remiten a hechos llevados a cabo por consumidores de droga barata. Estos hechos tienen la particularidad de la no obtención de grandes resultados en términos económicos para el que delinque, pero se implementan con altos niveles potenciales o reales de violencias en relación a los objetivos y, además, pueden realizarse contra agentes del propio espacio social y territorial de pertenencia. Estas experiencias son el material con que se alimenta  la imagen de sentido común predominante de distintos sectores de la población y de los medios de comunicación para referir potencialmente al conjunto de los jóvenes de los barrios de los cinturones urbanos que están en los niveles más bajos  de la estructura social
En un lugar concreto del Partido de La Matanza, en un barrio popular, el equipo de filmación comienza a interactuar con muchachos y chicas del barrio contenidos por Mecha, una líder territorial que forma parte de un grupo de izquierda con persistente presencia en el lugar. Organizan el eje del guion en relación con un muchacho de 17 años que fue muerto mientras estaban en proceso de filmación. Lo que se va develando en el transcurso de la película,  a través del testimonio de Mecha, es que el muchacho muerto, Gaby, era uno de los que no robaba y que participa intensamente en las actividades del grupo y del proceso del documental. A Gaby lo mata David, otro muchacho de 17 años, vecino del barrio. El sentido de esta historia básica hecha objeto cultural dependerá, por supuesto, de los elementos estéticos, culturales, ideológicos que coloreando de una u otro manera, con una u otra intensidad la historia, conformarán el relato documental
II
En principio, en Pibe Chorro hay elementos de las visiones del mundo progresistas circulantes  en el campo cultural que se despliegan cuando se construyen objetos culturales sobre otros sociales y culturales, estigmatizados por las miradas convencionales predominantes. Esas visiones del mundo fundadas en saberes legitimados  académicamente, atienden al papel perverso de las instituciones disciplinarias y represivas, y  a la ignorancia de este papel por el sentido común generalizado alentado por los discursos de medios de comunicación de masas. En muchos objetos analíticos y estéticos construidos con estos materiales, el adversario principal es ese sentido común corporizado en sectores medios acomodados social y económicamente. Y todo el poder de fuego está puesto en demostrar el funcionamiento perverso de esas instituciones, tanto como la ignorancia o complicidad de esos sectores. Los resultados de esas miradas suelen ser correctos, indudablemente dicen una verdad que además es amable con la sensibilidad progresista, pero suelen ser artefactos con piezas tan bien encastradas que no producen desacomodamientos
Hay algo de eso en Pibe Chorro: Y si ese algo hubiese sido predominante, la película no tendría la capacidad de conmover intelectualmente como efectivamente ocurre. Porque hay una dimensión trágica que le otorga a esta película una fuerza singular, y que se impone sobre los elementos antes mencionados.
Pero vale la mención de esos elementos que conforman esa forma de sensibilidad progresista porque tienen presencia fuerte en zonas de la cultura como las que generan este documental. En Pibe Chorro a los pocos minutos de iniciada la película y luego de un extenso poema  de decidida impronta dramática dicho por Vicente Zito Lema, hay una escena con fondo de bosques de Palermo: verdes salpicados de colores, jacarandáes  violáceos florecidos, lapachos rosados cayendo sobre el lago, y las elegantes columnas blancas de una pérgola.  En ese contexto se entrevista a dos mujeres que podemos suponer habitando barrios de clases medias con pretensiones, o medios altos, y con hijos o hermanos en colegios compatibles con esas expectativas. Se le pregunta a una de ellas su opinión sobre la baja de edad de imputabilidad y la respuesta, con un decir amable y correcto en el uso de la lengua legítima, sostiene la necesidad de encierro para su reeducación. La entrevistadora pregunta si conoce las cárceles y la entrevistada contesta que no. Con la misma escenografía de fondo una estudiante universitaria habla de intranquilidad cotidiana frente a los robos.  Y en una escenografía más específicamente urbana, con un fondo de mármol de edificio público un hombre afirma que no se puede vivir, que matan por centavos y que el estado debe arbitrar los medios para impedir esa situación. Como en el caso de las otras dos entrevistadas este rostro  también aparece borroso quizás queriendo significar que eso que se dice va más allá de una opinión individual  Cuando el hombre termina su parlamento  la  entrevistadora repregunta:¿ A usted le han robado? Y el entrevistado responde: No. Nunca. Las  sonrisas de superioridad moral  del público  en el cine Gaumont confirma que esa sensibilidad progresista fundada en un preciso conocimiento académico, construye a esa persona blanca de clase media en un objetivo particular de su confrontación dado  que por su condición de privilegiado social  y educativo puede ser calificado, o bien de ignorante, o una clara expresión de la maldad del sistema. La misma reacción se presenta cuando un estandapero de barrio conurbano hace distintos chistes con el miedo que produce su figura aunque no haga nada  Y la verdad, está ironía sobre un sector estigmatizador, es, para decirlo de algún modo que deje las cuentas claras, simplificadora. Resulta cómodo dejar la mirada estigmatizadora solo en los sectores sociales que la sensibilidad política asociada a este sentido común culto progresista identifica como el que debe ser denunciado. Lo que no se ve en la película, porque tampoco esa sensibilidad política lo habilita, es que esa mirada  estigmatizadora es compartida por grandes sectores de trabajadores habitantes en barrios populares  más o menos integrados. Y se podría sostener que quizás la descalificación al pibe chorro es más violenta allí, porque es más cercana y cotidiana la agresión concreta contra alguien que trabaja y vive austeramente. El conjunto de esas miradas que omiten lo  anterior encastran de manera perfecta con los correctos y fundados discursos de profesionales que explican conceptos de la criminología crítica. Las instituciones en el castigo actúan selectivamente sobre una clase social y son administradoras del dolor.
III
A estos aspectos denuncialistas,  tan verdaderos como simples, se enfrentan, en tanto  mirada que expresa  de algún modo una estética distinta, a la mayoría de las escenas de la película que sin lugar a dudas tiene aspectos claramente problematizadores de algunas fuertes convenciones circulantes sobre la cuestión. Refieren a una zona oscura del mundo popular pero que es relevante cualitativamente. Hay en ese mundo como en cualquier espacio de la sociedad con mucha población juvenil, multiplicidad de colores, alegría, vitalidad; pero la elección acá es dar cuenta de esa zona oscura que efectivamente existe e impregna de distintas maneras a todo el espacio, Y es en el trabajo sobre esos aspectos en donde se encuentra su verdadera fuerza política y su potencial artístico.  La participación de Vicente Zito Lema en tanto decidor de su poesía es fundamental en este sentido. Al respecto es imprescindible no descuidar que la letra y la  entonación clásica de la que se vale Zito Lema tematizando la preocupación por el otro, provocan en muchas sensibilidades culturales del presente, una fuerte desconfianza. Fundamentalmente porque esas entonaciones asociadas a morales humanistas quedaron como manifestaciones retóricas, despegadas del mundo concreto, como gestos de un paternalismo abstracto cercano al patetismo. No es este el caso. Ese prejuicio fundado, acá, se derrumba estrepitosamente
 Las  cuatro escenas con las poesías de Vicente Zito Lema con su voz y entonación clásica- centrales para la identidad estética más poderosa de la película, junto a una de los testimonios de Mecha la dirigente barrial-son, coherentemente, escenas oscuras. En la primera la cámara recorre los pasillos de una fábrica vieja mientras la voz recita. Tambores de chapa vacíos, alguna maquinaria en desuso, piso de cemento, una oficina con paredes de madera de los años cuarenta Un espacio que recuerda quizás momentos vitales, pero que  así se ve fantasmal. Y al fin, se encuentra con el narrador de la voz que parece voz en off y es el poeta que recita con el papel en la mano en una sala con austeros sillones de madera y un alambre tejido que a mitad de la pared separa de otros espacios. Allí el rostro del poeta con la voz que había nombrado al niño de la pobreza como “Angel del espanto”, le dice los últimos versos a cámara: “¡Oh, alma de niño!/Cuerpo de la pobreza/Sombra mía,/¿La muerte que besó tus labios/También te arrancó del paraíso?.”
En la segunda escena  la voz se escucha con la misma solemnidad y entonación clásica y la cámara recorre distintas imágenes dibujadas de Gaby , el muchacho muerto. ”Condenados por el delito de nacer/ donde y cuando no se debía”.  No hay aquí culpas tranquilamente localizables en otros en lo que va diciendo esa voz.  Al contrario, en la tercera escena la voz poética se vale de la primera persona del plural. Y quizás no sea para hablar en nombre de la sociedad en abstracto, sino de una porción de la sociedad que en un tiempo no tan lejano pudo construir definiciones concretas sobre los males del mundo terrestre y que por ello tomó el toro por las astas. Porque las heridas en una parte del colectivo eran para esas definiciones las propias heridas. La cámara, en una toma de aficionado o registro de cámaras de seguridad, muestra desde lo alto de un edificio en la noche, el linchamiento de un muchacho de parte de otros jóvenes quizás cerca de un boliche. El viejo poeta de una generación rebelde se  vale de palabras creíbles, en las que se percibe un dolor sin sobreactuaciones,  el peso en el alma del que mira el campo de batalla del lado de los derrotados con una mezcla de  tristeza apagada  y silencioso desconcierto y se pregunta : ¿La primera piedra la tiró el miedo?/¿Y detrás del miedo,/Quién abrió las puertas?/¿Nuestras almas que todo lo podían, cuando sucumbieron?/¿Cuando nuestra gloria se desvaneció entre los ronquidos de la agonía/Bajo la ciénaga de la naturalización?” No hay lugar para ambiguedades cuando se ha decidido no tranquilizar la moral derrotada disfrazándola con tibios fuegos artificiales que cantan a los derechos  en abstracto y portan íconos fetichizados. Las palabras del poeta portadoras de una belleza oscura dicen de manera contundente  lo que por razones distintas es difícil de decir para todos: El niño de la pobreza ya está muerto/Solo espera una palada de tierra.
En la cuarta escena el poeta camina por el escenario fantasmal de la fábrica vieja hasta llegar a un espacio en el que hay colgados, cual ropa de un cordel,  decenas de papeles con el dibujo en blanco y negro de Gaby. Se ve la espalda  del poeta que mira los retratos y la voz  dice lo que no es fácil de pensar cuando se entiende a ese otro como víctima de formas injustas y crueles de organización de la sociedad. Dice lo directamente innombrable para esas morales derrotadas que disimulan sus agujeros con ejercicios retóricos que remiten patéticamente a antiguas efervescencias: El peor de los suplicios en los confines de la pobreza/Es el niño que nació para la vida/Y mata./Mata porque ya está muerto en su primer grito/Y en la muerte del otro igual no renace/Ni escapa del destino oscuro/De los dioses vengativos.
 Decir que la víctima mata es comprender hasta límites trágicos la densidad escabrosa de su condición de víctima .La fuerza política de estas afirmaciones poéticas está en que en su oscuridad  se convierten en  crítica radical. El espectador percibe a través de estas historia una forma de organización del mundo productora de espacios que se convierten perversamente en un sin salida, que además no espera pasivamente su destino, sino que lo acelera con potencia autodestructiva, quebrando las tramas que posibilitan a los oprimidos pararse frente a los poderosos e imaginar un futuro. Porque no hay otra posibilidad para los oprimidos que el fortalecimiento del lazo social, lo que el sabio árabe del 1300  Ibn Jaldún llamaba asabiya y que se traduce como fuerte solidaridad, espíritu del clán. No hay clán, no hay espíritu de grupo con la víctima convertida en victimario también de los propios. Y ese es el elemento más trágico que contribuye a la reproducción der una forma de organización social, política y económica: la destrucción de la potencialidad política de los más oprimidos. Y hay que reafirmarlo: no la atenuación y restricción de la capacidad de las formas de expresión política de los oprimidos, sino, claramente , la destrucción de los elementos básicos que posibilitan la construcción de lazos que pueden ser transformados en herramientas de organización y lucha política.
Las sombras, la oscuridad de estas escenas expresan el clima de tierra arrasada. Y  es puesta de manifiesto también, y en un primerísimo plano,  en un diálogo entre pibes privados de la libertad. La pantalla  directamente en negro durante todo el tiempo en el que se escucha la entrevista entre chicos de un instituto de menores en un taller de derechos humanos reafirma las crueles formas de la fragmentación. Es solo la voz de dos chicos con las entonaciones  de un castellano del mundo juvenil excluido  del conurbano. Se escucha  lo que es seguramente un ejercicio del taller: entrevistas. El ejercicio consiste en que uno pregunta: “¿qué es lo más feo de estar privado de la libertad . A partir de allí se desata un diálogo en el que el  entrevistador ante los dichos del entrevistado afirma que “él haría lo necesario para no volver a ese lugar”. Entonces el entrevistado repregunta provocadoramente:” -¿Harías algo para no pasar de nuevo por esto? ¿Y si afuera necesitás plata y la gente no te da trabajo, qué hacés?” Y el otro contesta:“-Y bueno… antes de pasar de nuevo por esto agarraría un carro y me pondría a juntar cartones, algo. A pedir monedas. Algo haría. Esto es muy feo. Viste…”. El interrogado cuestiona,  y pregunta si sabe que lo van a discriminar. El otro contesta con la que sabe que es la respuesta convencional, la que remite a una virtud universal improductiva en el presente globalizado e individualizado,  aunque no necesariamente crea que pueda transformar eso en una práctica real.  Dirá que no le importa. Que lo importante es dejar al hijo un buen ejemplo para el día de mañana. Y la intervención final del que había comenzado siendo el entrevistado, quizás un tanto molesto por que entiende que hay algo de actuación “para el afuera” del entrevistador, es cruda, sin vueltas:-
- ¿Y vos pensás que tu hijo cuando crezca y diga que vos sós un fracasado y que juntás cartones y todo eso….? ¿Vos te pensás que tu hijo al  ver otra gente y otros nenes que tienen mejores cosas... Vos te pensás que tu hijo te va a querer por eso…?
El clima sombrío está presente también, aunque de otra forma en la entrevista al defensor de menores. La figura voluntariosa y con algún signo de agotamiento del defensor se presenta en el pasillo exterior de un piso alto que da al patio interno a de un viejo edificio de la justicia rodeado de estructuras metálicas que sostendrán andamios, quizás para un trabajo de reparación.  Es esa figura de luchador, tan cansado como convencido y persistente, que parece llevar en su gestualidad una voluntad acostumbrada cada vez más a confirmar la incompatibilidad de la letra jurídica con la experiencia concreta, la que expresa desazón y llena de nubes oscuras la posibilidad de alguna alborada. Es el soldado de  una Cruz roja sin recursos que trata  dignamente de realizar su tarea en el terreno de los derrotados  mientras continua el bombardeo, y  esgrime recursos contra la flagrante injusticia de esas acciones, aunque el bombardeo luego de alguna interrupción vuelve a comenzar. La apuesta allí no es cambiar nada, ya que es imposible dadas así las cosas, sino atenuar algún dolor, quizás solo por un momento; evitar el castigo indiscriminado contra, por lo menos, algunos de los miles y miles de afectados. Es por su persistencia y su carencia de fuerzas objetiva una tarea con algo de heroicidad romántica. Cuando el defensor escucha que el chico no se quiere ir del lugar de detención porque come todos los días y tiene pileta, y  le intenta explicar que para garantizar sus derechos a la alimentación y a la recreación no debe estar privado de su libertad, le cae encima el peso abrumador de un proceso que cuenta con fortaleza no solo coercitiva sino cultural, y que entonces desacomoda  distintas morales hasta una situación de crisis anómica.
IV
Pero la escena en la que se llega  al grado de reflexión dramática más  atropelladora de sentidos comunes, en la que hay densidad analítica, potencia dramatúrgica  y, si se toma en cuenta quien habla, el mayor grado de radicalidad, de subversión filosófico política, es la intervención de Mecha, la dirigente barrial, cuando cuenta los detalles de cómo vive el anoticiamiento de la muerte de Gaby. Mecha es dirigente barrial de un movimiento de izquierda, criada en ese barrio. Su mirada sobre el mundo es compleja y sin demasiado esfuerzo perceptivo imaginamos solidez en sus acciones. En la capacidad argumentativa se observa tanto su cultura de izquierda como su experiencia sensible como militante territorial. Y es en ese cruce , donde la tradición iluminista se funde con la sensibilidad romántica,  que se habilita un relato que tiene teatralidad de tragedia  griega y  capacidad  filosófico política.
 La pantalla muestra el rastro en primer plano de una mujer. Es un primer plano como el de los canales de TV dedicados a noticias policiales que se detienen en las imágenes sufrientes de la madre o compañera que han perdido hijos o maridos, y que dicen, como es habitual escuchar con cierta indiferencia con la que se escucha lo habitual: queremos justicia. Esta es una mujer de barrio y también su rostro es por momentos un rostro sufriente, pero en este caso su narración camina por una zona que conmueve, generando  sentimientos  que van más allá de la simple identificación con el  dolor del otro, aunque también este eso. Es verdad que el género  de primer plano sufriente  incita a la emoción sin mediaciones. Pero no es así en este caso. Conmueve sí, pero de otra manera; conmueve,  emocional e intelectualmente.
Se trata de una narradora protagonista de un hecho trágico al que su monólogo final le agrega un singular componente a la tragedia-. En la primera parte del relato Mecha presenta a Gaby con una anécdota que lo muestra con voluntad de zafar del destino social marcado, no escapando del lugar, sino incorporándose a las peleas capilares por evitar en los iguales cercanos ese destino. Poco tiempo antes de su muerte se ocupaba de dos chicos que querían “rescatarse”. Mecha cuenta que efectivamente los chicos comenzaron a venir y que uno de ellos estaba con Gaby el día que lo mataron .
Y ese es el pie para el centro del relato en donde cuenta la escena en que recibe un llamado confuso de una compañera alterada diciendo que lo mataron a Gaby. Dice que salió corriendo y que todos salieron corriendo porque ella seguramente  gritó:¡ lo mataron a Gaby!. El relato  y la gestualidad de la narradora que, claramente no puede evitar la conmoción por el recuerdo, permiten imaginar la intensidad de esa carrera de Mecha, de otras mujeres y muchachos del barrio , hasta llegar al lugar  de nombre impersonal de película distópica (Rama 4 y La Central),  seguramente familiar para los del lugar. Allí todos, y ella también, lo ven tirado a Gaby. Tiene la marca de un tiro en la cabeza . Mecha hace un mínimo alto en el relato,  y dice que se desesperó. Un compañero  seguramente con autoridad militante, pero en el lugar del coro en la escena, le propone a Mecha que abandone el coro. Seguramente porque en esa confrontación pública con la autoridad la mujer es más efectiva. Le dirá que tiene dos opciones: una es seguir llorando como las otras mujeres del coro, o  limpiar simbólicamente a Gaby. Le propone que vaya al centro del escenario ocupado por el cuerpo del joven con un tiro en la cabeza y de una pelea que es una pelea simbólica, una pelea por la definición de lo ocurrido, que en este caso de acuerdo sea una u otra, afectará o no, lo que la sensibilidad del grupo entiende que es fundamental: la honorabilidad del pibe muerto . Las consecuencias jurídicas prácticas de esa definición realmente no importan.
No interesa que esa definición por la que se lucha tenga como probable resultado la caracterización penal de otro como victimario y quizás una condena correspondiente. No. Se trata de dejar claro que el muchacho muerto, aunque potencialmente podría valerse de ellas porque no es algo extraño en el barrio, no usaba armas. Y entonces es que efectivamente  Mecha ocupará un lugar en el centro de la escena y modificará el libreto burocrático policial. Porque es seguramente por comodidad burocrática que se arregla la escena para que este tipo de muertes sean caracterizadas como “enfrentamiento entre bandas”. Para ello es imprescindible que se demuestre que la víctima fue el perdedor de una confrontación armada. La manera de hacerlo es dejar al lado del cuerpo un arma que sea el tipo de arma usada más corrientemente en los barrios. El papel protagónico de Mecha en la escena es  cuando, habiendo salido del coro, y advertida por la señal de un compañero, observa que uno de los policías lleva un revolver calibre 22 y está por dejarlo al lado del cuerpo. Mecha interpela allí a la secretaria del fiscal y le advierte cual es la intencionalidad del policía. Logra que saquen a todos los policías de la escena y que solo quede la policía científica. No permitió los cambios de un elemento significativo en la escena y logró, al fin, ganar esa mínima batalla simbólica.
Y claro es una batalla mínima y en realidad quizás a otros vecinos cercanos que no conocían personalmente al muchacho muerto no les conmueva demasiado el cambio porque, en verdad, también es cierto que el que ocupa el lugar de Gaby  podía haber portado un arma. No se trata de una denuncia que da cuenta que eso es siempre así. Es así unas tantas veces y otras tantas veces no. Pero tampoco  para Mecha y para sus compañeros es solo una lucha afectiva por “limpiar” a un individuo, aunque también y fuertemente lo es. Se trata, sobre todo, en un contexto extraordinariamente adverso, de dar cuenta, desde esa moral universalista heredera del iluminismo, de cómo  las lógicas absurdas de la crisis anómica, castigaron a un muchacho igual que los otros. Igual que los otros, pero que, sin embargo, había incorporado una sensibilidad,- no una ideología, ni una conciencia política-, una sensibilidad, que le permitía avizorar algo relativo a la posibilidad de pensar que esa forma de vida quizás no formaba parte de un destino inexorable. Una mínima experiencia de  vida que de algún modo puede  expresar algo que  a primera vista no posee fuerza política, pero que brota como algo fresco en medio de la tierra arrasada, de los escombros. Y esta dirigente y sus compañeros creen, o quieren creer, que  en estas mínimas luchas hay algo así como una capacidad constitutiva de los seres humanos de experimentar sensibilidades alternativas a todas las formas de dominación y también a esta que infernalmente parece clausurar hasta  la capacidad  humana de imaginar futuros.
Lo más significativo, no obstante, es lo que podríamos llamar el monólogo final de este relato que es cuando Mecha, la  dirigente barrial se hace preguntas que desacomodan no solo las seguridades ideológicas, sino también los sostenes que dan sentido a la convencionalidad de la vida cotidiana. Produce una objetivación radical y lo hace desde un lugar en el que el afecto, la sensibilidad, vitaliza con una fuerza arrolladora una mochila cultural conformada por experiencias de luchas territoriales y tradiciones de izquierdas. Mecha dice:” David es un pibe de la 20. Como cualquiera de los otros pibes. La misma edad que Gaby: 17 años.” La cámara toma en primer plano todo el tiempo el rostro de Mecha. Y un recurso que habitualmente se destina a despertar la emoción fácil, aquí se convierte en el indicador tajante de credibilidad. Porque ¿cómo se cree en lo que dice alguien, cuando nadie cree en nada?  No es fácil, pero cuando  dice lo que dice esta voz y este rostro observado en sus mínimos gestos, no hay vueltas: cualquiera le cree. Está hablando del pibe que mató a Gaby por el que ella, como expresa su mirada , tenía un cariño especial. Y dice lo que dice de ese otro muchacho con la calma y la tristeza comprensiva de quien percibió  sin mediaciones, con crudeza intelectual, las formas perversas que adquiere la organización social y política del mundo en las banquinas de la estructura social. Y entonces dialoga, como personaje de una tragedia, con la voz y la entonación clásica de Vicente Zito Lema (El niño de la pobreza ya está muerto/ solo espera una palada de tierra).Es en ese momento cuando dirá que su organización le pedía y le exigía que exigieran justicia.Y entonces, utilizando el recurso de la interrogación retórica, es que el personaje Mecha se yergue con grandeza trágica para hablarle ya no al interlocutor inmediato, sino a todos. ¿Me estaban pidiendo que fuera a la fiscalía a pedir que metan preso a otro pibe como Gaby? ¿Qué lo mande a un penal? ¿Para qué? ¿Justificaba que a una fiscalía y a un juez que le importan tres carajos todos los pibes nuestros, les pidiera justicia? No”
Y allí se hace más explícito el diálogo con la voz de Zito Lema. Y su singularidad, la que convierte a ese diálogo en un diálogo mano a mano, está en la ternura desolada, que se vale del diminutivo cuando vuelve a mencionar al muchacho matador:”-David, ya estaba condenado…  él solito…” E inmediatamente cuando en su condición de política ideológica debe encontrar algún elemento explicativo lo hace  con sensibilidad iluminadora describiendo un leviatán decadente y marginal “tan perverso y tan cruel” que “ajusticiaba a los pibes, y los sigue ajusticiando, al pedo” Que mata y los convierte también en matadores de los otros y también de los propios. Por eso hay un victimario que también es víctima. “Costó muchos que me entendieran”, dice Mecha. Y  sentencia con firmeza que sabe que no tiene que rendirle cuentas a nadie, pero-y la expresión se subraya con un gesto deseado de bajar la guardia- que sintió alivio cuando la mamá de Gaby la comprendió.
V
Inmediatamente después de este monólogo intenso hay imágenes sin sonido en la pantalla. Se ve a Gaby, el pibe que mataron. Un primer plano. Tiene ojos a los que rápidamente se los llama despiertos, y una sonrisa. Quizás como cualquiera de los otros pibes. Lleva un gorro celeste con viscera, una remara azul y una campera deportiva roja. Limpias, cuidadas. Es el rostro delicado, fresco y vital del inocente. De uno de los que no usaba un arma. Y es desacomodador que él sea el rostro de la película, porque es el que no mató. El que no quería matar. La imagen, entonces, tiene algo de brutal, porque nos recuerda que la tirada de dados marcados,  producto de las determinaciones de un proceso generado por un leviatán decadente, subalterno y oscuro, hacen que cualquiera sea el niño de la pobreza- también el mismo Gaby- “que nació para la vida”, potencialmente pueda matar y hacerlo con sus iguales. En ese escenario de ciudad bombardeada y humeante, también está la infinita capacidad de reconstitución de la naturaleza humana. La voluntad que no surge “naturalmente” de un estado de efervescencia social, sino la que existe en la peor de las derrotas.
El final del documental  da cuenta de eso y  nuevamente a través de Mecha la dirigente barrial.Y podría haberlo expresado  en sus acciones diarias. En la práctica cotidiana que acumula frustraciones, pero que no amilana el espíritu guerrero, aunque  los resultados opresivos de la experiencia triunfante se expanda por los vericuetos  más sutiles de la población. Pero se elige hacerlo con una apuesta personal de la  mujer. La escena final, que puede ser recurrente  si se quiere convencional, no lo es porque corona la experiencia anterior. Es en la sala de espera de un hospital y luego en la camilla en donde a Mecha se le practica una ecografía. Es una nena y pesa tanto. Se mueve mucho. Risas de la embarazada y palabras amables de la médica. Es una apuesta personal y es también una apuesta política. Como la poesía de Zito Lema, Mecha sabe que en ese escenario cualquiera de los pibes ( que ella llama los pibes nuestros) puede morir y matar absurdamente. Al final del monólogo Mecha se pregunta a sí misma y se lo pregunta a la memoria de Gaby, y responde:” No tiene sentido la muerte de Gaby. Y mucho menos la de David. No tiene ningún sentido…”.  Sin embargo, no es el abismo. No es Macbeth. Porque hay una apuesta guerrera. Y por eso la escena pierde su convencionalidad. Porque se va a criar el hijo en ese escenario y entonces  no es retórica la idea de lo personal es político. Aquí es extraordinariamente vital: se hace imprescindible la apuesta por transformar el mundo para continuar transitando ese trozo del mundo en el que va a vivir su hija

VI
Allí, sobre los arrabales  de una  gran urbe sudamericana,  sobre escenas que se desarrollan en un pedazo de ese territorio que se llama La Matanza se construye, a través de un diálogo  poético reflexivo y un poco desordenado, algo potente. Ese diálogo encausa productivamente la emoción y termina dando cuenta de un nuevo personaje  del mundo popular, nacido  tanto de los desconciertos de las estéticas con sensibilidad social, como de las derrotas de múltiples experiencias que se propusieron cambiar el mundo. Y esto, es un hecho singular. Porque distintas formas artísticas que son, entre otras cosas, también condensadores de experiencias, no parecen encontrar en las últimas décadas  la manera de abordar productivamente esta complejidad.  Se intentan estilizaciones  sostenidas en los residuos de un viejo humanismo, a la vez que, y confrontando con ella, se esbozan formas atravesadas por la ironía que ya no pueden creer en esa conmiseración retórica hacia los otros, y apuestan a destruirla
Sin lugar a dudas la literatura y las artes visuales habían construido durante todo el siglo xx, personajes del mundo popular que con distintas intensidades y por ello con sesgos diferentes, tenían algo en común.  Y ese algo en común no  se manifestaba en todos los casos en banderas explícitas, sino más bien, con algún elemento, con gestos, con maneras de definir una pequeña situación,  que referían desde distintas identidades estéticas e ideológicas a un humanismo que atendía, en el sentido más fuerte de estos significantes, a los humillados y ofendidos, a los condenados de la tierra. Los habrá sufrientes soportando el peso de la injusticia en el principio del siglo XX en la literatura de Boedo, en el mundo en blanco y negro de los Artistas del pueblo. Más tarde, desde los albores de los años sesenta y durante esa larga década, las calles de las ciudades industriales de la Argentina, se encontrarán con los trabajadores dignos, orgullosos, inquebrantables  de Ricardon Carpani, a través de murales, afiches y los periódicos de organizaciones sindicales.  La Familia obrera de Oscar Bony surgirá desde un espacio celebrador de la modernidad desarrollista y delineará  un tipo social, autodisciplinado y correcto, portador de una voluntad de integración y una identidad colectiva, que serán los pertrechos con los que el referente concreto, frustrada la modernidad política, participará de huelgas y rebeliones callejeras de los años sesenta. La rebeldía prepolítica, en el cabecita negra de Germán Rozenmacher, en el Isidro Velásquez de  Roberto Carri y en el Moreira de  Leonardo Favio, acompañará, proporcionándole  vitalidad romántica, a la radicalización política. En cada uno de estas construcciones artísticas no estará ausente, aunque más no sea a través de algún elemento, esa sensibilidad común que implícitamente refiere a  los últimos, que algún día, serán los primeros. Tampoco está ausente, aunque de una manera peculiar que ofendería a los humanistas ingenuos, en el sufrimiento del mundo popular que volverá con el Niño proletario de Osvaldo Lamborghini, ya no para  la conmiseración con el dolor de los explotados, sino para redefinir el lugar de la barbarie encontrándola en la perversidad con ribetes de grandiosidad wagneriana de los poderosos.
Pero quizás el personaje arquetípico que puede permitir cruces entre elementos de distintas tradiciones  y  que resulta condensador  de las sensibilidades que arman la zona  común impregnada de tonos humanísticos con los que los distintos espacios artísticos de la argentina han delineado sus miradas sobre el mundo de las clases subordinadas, sea el Juanito Laguna de Antonio Berni. Juanito habitante de las villas miserias. Pero de unas Villas Miserias que son el espacio más pobre, pero no de cualquier sociedad, sino de  una sociedad integrada. El primer Juanito en un grabado blanco y negro camina descalzo llevando dos baldes de agua, otro se bañará en un riacho o laguna conurbana, otros jugarán con un trompo o remontarán un barrilete .Se lo verá sentado junto a otros niños aprendiendo a leer. La familia sufrirá con la inundación, o festejará en la austeridad de una mesa común la navidad. Podrá ser ciruja y se lo verá descansando entre los residuos. Ya un Juanito joven caminará seguro y tranquilo  hacia el trabajo (Going to the fábrica). Y no importa cuando estén fechadas. Todas esas imágenes de Juanito y el resto dan cuenta de un mundo de la pobreza en una sociedad integrada y con expectativas, en la que aun en los confines del suburbio hay espacios tranquilos para el ocio  infantil y juvenil. Hay lazo social fuerte entre los iguales, el territorio propio está pacificado. Puede caminar tranquilo en el amanecer rumbo al trabajo. Se vive entre ( y con ) los restos y la basura de la sociedad industrial; las condiciones del hábitat son indignas. Pero en ese contexto, la mirada de Juanito es tranquila. Hay dificultades de la pobreza, pero se afrontan con la calma, con las expectativas de percibir que se camina hacia un futuro. Hay movilidad social ascendente y altas tasas de empleo. Juanito Laguna es portador de una cultura del trabajo de los años cincuenta, primeros  sesenta. Es un trabajador o hijo de un trabajador Es parte de algo en común. Es un pobre que está preparado para mejorar en la vida y eso es un sentimiento colectivo que valoriza la vida de todos.
En el presente cualquier muchacho de los barrios pobres del conurbano puede ser dibujado con la imagen  que un sentido común generalizado asocia al pibe Chorro. Cada uno de esos muchachos más allá de cual sea cual sea el papel que le ha tocado en el reparto de mínimas opciones de integración, llega a un mundo en el que el desempleo creció a niveles altos y una gran parte de la obtención de recursos se logra a través de lo que se llama el trabajo informal.Y en el medio de todo esto surge una nueva opción real de obtención de recursos: otra economía informal, que afectará a poblaciones juveniles y que se organizará en función de la venta de droga barata en un complejo entramado que incluye a sectores de las agencias policiales y que sin vueltas, de manera arrolladora,  desarma lazos sociales. Además, consecuentemente, produce individuos sin futuro; actores posibles de una absurda guerra de todos contra todo marcada por el sinsentido, por la inexistencia de horizonte.
 Sobre este mundo se mueven los nuevos Juanitos Laguna. Y no es fácil dar cuenta de ellos para una mirada artística con sensibilidad política, a menos que se omitan algunas de esas potenciales características que ocupan un lugar no menor y que se relacionan con que adelante de sus ojos no hay caminos, ni habilitación a soñar con llegar a algún lugar. Y entonces emerge la violencia sin brújula, y no solamente por la arbitrariedad estatal a través de sus fuerzas represivas, sino porque formas diversas de un proceso económico, político y  cultural, quiebran permanentemente los entramados que puedan dar sentido autónomo al mundo de los oprimidos. Esta película da cuenta de esta situación compleja. Puede describir las sombras de un abismo e imaginar con resistente persistencia que quizás no hay una caída irremediable en él. Y allí está su fuerza política, en no disimular  esos aspectos, en incorporarlos productivamente construyendo un nuevo Juanito Laguna, disonante para las sensibilidades artísticas del siglo XX argentino. Este, que puede caminar por los senderos de un asentamiento urbano en el partid de La Matanza, es un Juanito Laguna que” nació para la vida y mata”. Y “mata porque ya está muerto en su primer grito “.  Pero es también el muerto. Es el niño que lleva la muerte sobre su alma. El que “.. en la muerte del otro igual no renace/Ni escapa del destino oscuro/De los dioses vengativos”. Es  el Juanito Laguna, "Angel del espanto".