lunes, 15 de julio de 2013

EL "DESPINTOR IMPOSIBLE".


EL "DESPINTOR IMPOSIBLE".

Ayer domingo 14 de julio de 2013, en el  Parque Rivadavia y como parte de una experiencia que un colectivo de artistas activistas denominan ataques artísticos, el artista Tatú Carreta realizó una performance que llamó El “Despintor imposible”.

Por el parque Rivadavia a las 4 de la tarde de un domingo pasean familias de distintas franjas de sectores medios. Muchas parejas jóvenes con hijos pequeños. Algún grupo de muchachos sentados escuchan a quien toca una guitarra. En uno de los espacios infantiles hay títeres. De tanto en tanto pasa algún hombre de edad mediana con un libro en la mano quizás comprado en la Feria que atrae a cultos de barrio con preocupaciones políticas y también a coleccionistas de discos. En un banco dos muchachos de casi treinta o treinta años y un poco más, atienden a la lectura en voz alta que hace otro. Tienen un aspecto de serios. Hay varios papás jugando a la pelota con sus chicos de cinco, seis, o siete años. Una pareja mayor con vestimenta de gimnasia se sientan, cansados, en un banco, quizás después de haber caminado a ritmo por alguna recomendación médica.

Están arreglando el parque y en algunas zonas se puede caminar solo por los senderos de ladrillo. A un costado de uno de esos senderos, donde es posible sentarse en el pasto, Tatú puso el caballete, se sentó en un banco pequeño, acomodó los tubos de óleo, tomó el pincel y comenzó a hacer movimientos cual si estuviera trabajando sobre una tela. Los que pasaban tranquilos, en general parejas, detenían un poco la marcha y miraban con un poco de sorpresa y luego quizás con alguna conmiseración paternalista, al que estaba pintando en el aire. Algunos se detenían y con curiosidad simple a veces y otras con gesto de comprensión, interrogaban acerca de qué estaba haciendo. Tatú respondía que estaba tratando de encontrar un tono de marrón oscuro para construir el fondo de la escalera. Si se respondía cuál, el artista respondía señalando el caballete: esto que estoy haciendo. ¿Te gusta?  Algunos seguían la conversación y otros insistían un poco y se iban riendo y comentando con el otro, sin enojos.

Hay que decir que esta sociedad no le teme ni le sorprende lo inesperado. O mejor que ciertos niveles de  lo inesperado, es esperable. Los sectores más propensos a respetar el status quo, podrían condensarse en el barrio de Caballito y en muchos de los que pasean por el parque Rivadavia. Esos sectores que quieren creer, que desean tener un patrón de normalidad, que forman parte de un proceso de conquista por lugares que consideran respetables de la sociedad (cuyo símbolo es un negocio de palos de golf frente al parque), pese a ellos, ya no son creyentes ingenuos, aunque lo sigan intentando.

A ellos es a quienes los Bancos estafaron. Los Bancos, esa institución tan significativa para quien con esfuerzo a conseguido comprar una casa, un auto y educar a sus hijos en una zona respetable de la ciudad, sin ser la más prestigiosa, los han traicionado. A sus más fieles creyentes. Porque es verdad que a miembros de algunas instituciones en crisis estos mismos sectores les permiten transgresiones que no los afectan directamente, como el caso de un sacerdote de una ciudad del norte de la Pcia de Buenos Aires, cuyo carisma le permitía tener una muy buena relación con sus fieles, aunque todos supieran que el hacía fiestas sexuales con muchachos del pueblo. Eso de algún modo acostumbra a no portar creencias muy dogmáticas, pero la traición de la institución más importante para una clase media en ascenso como es un banco, le deja una marca de descreimiento más profunda.
 Además el pequeño burgués urbano argentino se aleja un poco del tipo ideal construido por la literatura y los análisis sociológicos franceses. El nuestro tiene, de algún modo, elementos de la cultura igualitaria que se expresa en una poderosa voluntad pragmática de integración, y, en el marco de instituciones débiles, por esa misma voluntad, puede burlar a esas instituciones para quedar mejor parado en la pelea, a la vez que necesita creerles para construir su ansiado patrón de normalidad.  Este pequeño burgués, buscavida burlador de instituciones y burlado por una institución central en su cultura como es el Banco, no se asombra demasiado por la ruptura de ciertos paisajes relativamente naturalizados de la vida cotidiana. Sin embargo, algo ocurre.

Y lo que ocurre es interesante para observar. La normalidad de un parque de un barrio de clase media de la ciudad de Buenos Aires, incluye situaciones que modifican la rutina de la semana, pero sin lugar a dudas hay una rutina de parque en domingo. Y en ella se incluyen alguien que toque la guitarra, otro que camine en zancos para entretener a los niños y seguramente algún pintor que remeda una práctica plein air. Allí como un elemento constitutivo de esa normalidad de domingo en el parque, estaba Tatú con vestimentas comunes a ese mundo social y con una presentación de su persona en general nada disruptiva: portador de gestos amables al igual que sus respuestas a las preguntas también amables. Casi puede ignorarse esa presencia, de la misma manera que casi se ignora las presencias de otras personas parecidas a uno que están sentadas en un banco charlando sin producir gestos o movimientos que alteren la rutina. El mínimo gesto que la altera en este caso es desacomodador una vez que se percibe. El pintor, el caballete, los gestos, es lo esperable. Quizás hay curiosidad por ver lo que está pintando y ahí se produce el desacomodamiento: no hay tela, el pintor pinta en el aire. Y cuando lo interrogan el pintor habla de su tela y de su trabajo en curso como si existiera. Esa tela existe porque él la piensa, imagina una señora cómplice, empleada de un ministerio con vocación  por entender cierta magia del mundo artístico y siente satisfacción porque ese pensamiento le permitió imaginar que compartía algún secreto de ese mundo ignorado por los vulgares. Pero quizás, como dijo un fotógrafo que acompañaba a Tatú, lo más interesante son las miradas de los que no se detienen: porque no quieren perder tiempo, porque no se animan a asumir una situación de relativa anormalidad que tampoco genera confrontaciones ni escándalos, porque es algo que quizás tiene algún sentido para un mundo que es algo extraño y “yo no se lo encuentro porque no soy de ese mundo”, porque puede ser un poco anormal, pero el actor de la anormalidad no tiene cara de poeta maldito, no está en situación de éxtasis creador. En suma es una anormalidad que no tiene el rostro esperable de la anormalidad y quizás eso produzca un tranquilo desacomodamiento que no es conmocionante porque casi acompaña el fluir de los sentidos naturalizados de la vida cotidiana y produce un desacomodamiento que no es provocado por una retórica del manifiesto, ni siquiera es anunciado. La convencionalizada disrupcióin escandalosa forma parte de la cultura televisiva de los programas como el de Jorge Rial o de las respuestas estereotipadas de lo bueno y lo malo como en el viejo Titanes en el Ring o en los programas de Tinelli. En el caso de lo generado por “El despintor de lo imposible”, es la mirada curiosa la que percibe la disrupción en un clima de normalidad y convencionalidad contundente.

En la vida social somos moneda y reproducimos un orden, pero también acuñamos. Y ese acuñamiento no es necesariamente el gran cambio de colectivos sociales homogeneizados por banderas comunes, sino también la pequeña filtración, el mínimo gesto de desacomodamiento que como un pequeño grano de arena deja plantada la noción de “qué las cosas no son tan así”, aún en las profundas zonas de la convencionalidad de la vida cotidiana.

LR