miércoles, 21 de enero de 2009

Nota en Página 12 de nuestro amigo Fabro


Flores de Cortázar
Por Fabro Tranchida*
La censura de mis erecciones sospechosas se planteó en mi etapa escolar. De muchachito se me educó con angustia católica escolástica patriótica. La culpa cristiana, agriando mis crayones, es una sensación recurrente cuando repienso la construcción discursiva de mi cuerpo niño. Me recuerdo como un muchachito tibio insidiosamente coercionado. Coercionado en las acotaciones del discurso, sin enmudecer el brote erótico, sexual, pero enseñándolo (hablándolo conmigo mismo) como un secreto culposo o juego insinuado. Así mi sexualidad se reducía en un nivel discursivo que, ansioso, se volvía casi práctico en el rito colectivo posterior al deporte: mi sexualidad la vivía en los vestuarios del club. Latigazos de toallas mojadas, el chiste del jabón peligroso frente a la dominación, algún travieso que te toca el culo, que te estira el boxer hasta colarlo en el enredo lúdico del descubrimiento mutuo, en la comparación de tamaños y la legitimación grupal de la hombría del que la tiene más grande.
Lo mismo me sucedía en las prácticas de taller en la escuela industrial a la que iba, donde no solo se me pretendía cristiano sino también conocedor de las labores dignas de un hombre, pero claro, mi tentación era poderosa. Y poco me importaba la carpintería o la electricidad ante el espectáculo de mis compañeros sudados y desnudos bajo el enterizo de trabajo a medio abrir. Se repetía la historia entonces, cuando alguno me apoyaba al pasar por el pasillo. “Como te gusta maricón”, me decía el activo casual. “Salí puto”, le contestaba, varonil, disimulando la dilatación y ocultando mi identidad.
Luego, ya egresado, conocí al chico de mi vida. Nos llenamos de flores leyendo a Cortázar y esas cosas. Y nos escribíamos poemas. En una ocasión, a raíz de mi atontamiento de enamorado, dejé olvidado en la cocina uno de los poemas que mi pareja me había escrito, firmado con un gigantesco “Te amo, Tincho”. Salí de ducharme y me encontré a mi madre con el texto en sus manos. “¿Qué es esto?”, preguntó, perpleja. Y atiné a responderle: “Es lo que es. ¿Qué queres que te diga?”. Así, dentro del propio entorno discursivo en que me escondía, se me halló sorpresivamente y se me sacó (sin chistar) a patadas del armario.

*Artista plástico, escritor
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