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Revista
Ciencias Sociales, facultad de Ciencias Sociales UBA Buenos Aires N 85 Marzo
2014
Los sentidos comunes ante la metamorfosis de los
políticos y la política
Lucas Rubinich*
I
Quizás la desestructuración de los partidos
políticos y el debilitamiento de las tradiciones hace que las miradas comunes
sobre los cambios de lo que queda de los partidos en relación a su tradición y
de los agentes políticos en relación a sus partidos, sea de alguna indiferencia
mezclada con cierta percepción de un nuevo estado de cosas. No obstante, se
podría aventurar que los sentidos comunes circulantes en el presente miran con tranquila
desconfianza, aunque también descalifican, por lo menos en el murmullo retórico, a
aquellos agentes políticos que dan un salto de una a otra institución partidaria,
de uno a otro agrupamiento político. También existe el mismo gesto de
desconfianza hacia aquellos que dentro de un mismo espacio son los encargados
de producir maniobras que llevan a lugares que parecen diferentes a los que
marcaba una tradición proporcionadora de identidad. Sin embargo, el que se esos
cambios se hayan vuelto más corrientes con la crisis del sistema de partidos,
no inhibe las evaluaciones críticas, pero quizás las hace menos dramáticas y
casi ausente de consecuencias prácticas.
II
¿Cuales son los elementos que conforman los sentidos
comunes frente a estos cambios y cómo se estructuran? ¿Hay alguna regularidad
en cuanto a las maneras de pararse frente a estas situaciones influenciados por
creencias, sector social, genero, nivel educativo, etc? Claro que seguramente
hay diferencias si se contemplan esas distintas variables. No obstante, lo que
se quiere plantear aquí, es que la crisis de las identidades políticas probablemente
habiliten formas de pararse frente a esas situaciones que coinciden, aún en las
diferencias, en no asombrase frente a los cambios. Y también que es posible
pensar estas transformaciones de una manera
conceptual apelando a dos tipos ideales antagónicos en las maneras de explicar
la salida del individuo de un grupo. A partir de allí se podrían considerar las
situaciones que harían más o menos intensas cada una de las posibilidades.
Simplemente porque son parte del capital moderno
para explicar la acción humana, es posible imaginar, que en los elementos desplegados
por esos sentidos comunes para dar cuenta de estos recorridos dinámicos, de estos
cambios, pueden encontrarse dos formas que flexiblemente y en un ejercicio de
condensación pueden describirse de la siguiente manera: las que se detienen en
la singularidad del agente concreto que los ha llevado adelante, y las que le
otorgan un valor determinante en relación a esa conducta individual a alguna característica de identidad del
agrupamiento.
De alguna manera pueden pensarse como los tipos
ideales opuestos, como las concepciones puras ubicadas en cada punto extremo en
relación a la indeterminación-determinación social de la acción humana que han construido tradiciones diferentes en
la teoría social. En un caso la acción social fuertemente influenciada por el
individuo y en el otro la cultura marcando casi a fuego a ese individuo. Y es
verdad que estas miradas opuestas en la teoría social pueden convivir en un
mismo grupo cultural e inclusive en un mismo individuo en las evaluaciones
cotidianas, porque forman parte de ese capital explicativo moderno de la acción
humana, porque las miradas cotidianas sobre el mundo no se organizan
necesariamente de manera orgánica en función de una ideología y menos de una
teoría y, sobre todo, porque en momentos deshilachamiento de instituciones y tradiciones que fueron
productivas en un momento anterior y de ausencia o falta de legitimidad de las
nuevas, las acciones y las miradas tienen menos contención y se entremezclan
con retazos de distintas morales fragmentadas. De todos modos, elementos de
estas dos formas de explicar acciones de
cambio presentadas como un tipo ideal, pueden encontrarse en la cultura de
nuestras sociedades.
III
Por supuesto que hubieron sentidos comunes fuertemente
legitimados en la modernidad occidental que pensaron al individuo como una
determinación social. Sobre todo cuando algunas miradas modernas se preocupaban
por consecuencias alienantes de los cambios que se producían. Ellos, los
cambios, y entonces la entera sociedad, caían con un peso abrumador sobre ese
sujeto de la época que era el individuo
Hay imágenes contundentes que refieren al individuo
alienado que ha ingresado en la soledad
de la sociedad de masas y pierde su humanidad. Una pérdida que está en la
soledad de la sociedad de masas que preanuncia una literatura de segunda mitad
del siglo XIX y primeras décadas del XX. Los hombres solos en la multitud de
las nuevas grandes ciudades, en los sistemas que son vistos con nostalgia de
comunidad como “individualistas”, y que deterioran su humanidad hasta
transformarlo en un mero insecto. La metamorfosis que la sociedad produce en
los individuos, no el individuo que cambia, que se metamorfosea a sí mismo. Es,
si se quiere una mirada con sensibilidad sociológica, la idea de la
metamorfosis afectando al individuo, si se quiere a la humanidad del individuo
como el resultado quizás irremediable de los cambios de época cuando se caen
viejas instituciones y con ellas modelos de autoridad que no son reemplazados inmediatamente. Desacomodamientos
productores de seres desmembrados que potencialmente pueden conformar la tasa
de suicidio anómico
Esta miradas junto a las grandes tradiciones de la
teoría social contemporánea podrían acercarse sin esfuerzo a aquella máxima
platónica que dice “nadie es malvado voluntariamente” . Efectivamente Marx
puede sostener que “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su
libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo
aquellas circunstancias con las que se encuentran directamente, que existen y
les han sido legadas por el pasado” . Y
una cita libre de Durkheim podría construirse de la siguiente manera: cuando se
quiebran las instituciones los seres humanos que a ellas pertenecían, son más
individuos
Pero es cierto que si se atiende a la variedad,
seguramente no infinita, de sentidos comunes que evalúan a los individuos en
relación a sus cambios de identidad grupal o institucional en la mayoría de los
casos prima el sesgo que fuertemente
atribuye poder explicativo a la voluntad individual. Ya sea para saludar
ese cambio, ya para condenarlo. La glorificación de la voluntad individual es
un gesto de las miradas herederas de la tradición moderna, cuando el individuo
abandona instituciones tradicionales: iglesias, estructuras familiares,
identidades de género. Son menos complacientes y aun condenatorios, los
sentidos comunes, también los provenientes de esa misma tradición, que se
actualizan para juzgar a aquellos que abandonan una identidad política. El
sentido común que refiere a los cambios de los políticos se asocia,
fundadamente, a una voluntad individual violadora de un pacto de delegación de
autoridad colectiva, y en tanto ese cambio es evaluado como respondiendo al
interés personal hay una descalificación. Y son distintas las intensidades de
la evaluación generalmente descalificadora, de acuerdo sea la fortaleza de la
tradición y el espacio institucional abandonado. Entre los tipos ideales
extremos de alta y baja productividad
cultural de un espacio portador de una tradición, los gradientes de la actitud descalificadora van desde el
uso pasional del calificativo traición, hasta la mirada tranquilamente crítica
de los que miran algo sobre lo que todavía puede pesar el calificativo de
incorrecto, pero de algún modo perciben como irremediable.
IV
Los sentidos comunes se construyen de manera
compleja siempre, y más todavía en épocas de cambio donde hay deterioro de viejas
miradas. Lo viejo no termina de morir y simbólicamente persiste, porque dicho
quizás de manera un tanto exagerada, en este mundo contemporáneo, lo nuevo ya
llegó, pero sin ninguna bandera trascendente. Es el predominio del individuo,
pero no del individuo trascendente equilibrado por las consignas de la
revolución francesa, es el individuo crudo, pragmático, moviéndose sobre la
escenografía de un republicanismo liberal sin fuerza. Entonces hay que recurrir
a las hilachas de alguna tradición para darle por lo menos la ilusión retórica
de algo parecido a la trascendencia hasta que quizás se apague esa necesidad
construida socialmente o probablemente resurja resignificada alguna tradición
castigada por los nuevos aires de época.
En la política argentina elementos de estas dos
formas mencionadas de explicar los cambios parecen actualizarse simultáneamente.
En la que recurre a variables culturales atribuibles al colectivo (actuó así,
porque los peronistas son así), el desfasaje en relación al deterioro de las
instituciones políticas que informarían ese “ser así”, debería ser pensado como
evidente. Porque, en verdad, ¿es posible actuar como peronista o como radical
en el sentido fuerte cuando hay una importante fragmentación institucional y una
poderosa debilidad simbólica? Para hacer esa evaluación se presume la
existencia de ese colectivo con sostenes institucionales y culturales. Dadas
las condiciones del presente, sería saludable, por lo menos dudar, sino sobre
su existencia, sobre su efectividad, sobre su capacidad de ejercer fuerza
simbólica. Del mismo modo ocurre cuando el cambio se atribuye al individuo y
ese gesto es calificado como traición (traicionó o, quizás, decepcionó, al
radicalismo) lo que presupone, del mismo modo que en el caso anterior, la
existencia de un colectivo realmente existente o una tradición fuerte que se
abandonan. Cuando lo que existen son instituciones y tradiciones que sobreviven
como fantasmas agujereados hasta tanto se las suplante o eventualmente revivan
bajo otras formas, el abandono de esas instituciones y de esas tradiciones, es
apenas caminar hacia otro lado, y está bastante alejado del tipo de la relación
que presupone el gesto fuerte y dramático de la traición.
Desde ya que no se trata de pensar en la existencia anterior
de instituciones o tradiciones impermeables a los cambios, cristalizadas y
poderosas. Si hay algo que no pueden pensarse así son los partidos políticos en
Argentina que como corresponde han sufrido modificaciones en el tiempo y además
han carecido de continuidad de funcionamiento en el marco de tranquilidades
republicanas. No obstante hubo momentos que, con la ambigüedad de los grandes
partidos y en el marco de esa inestabilidad republicana, tuvieron mayor
organicidad y sus tradiciones flexibles pesaron sobre quienes estrictamente conformaban
sus filas y también sobre sus adherentes. Lo cierto es que en el corto tiempo
de los últimos veinte años estos gestos dinámicos (cambios de un grupo a otro,
movimientos contrarios a núcleos de la tradición) han sobreabundado y en
algunos casos han resultado significativos para el conjunto del sistema
político.
”Peor que la traición es el llano” es la frase que
según algunos viejos políticos habría pronunciado en un espacio de
coloquialidad, un también veterano operador político de uno de los dos grandes
partidos. Seguramente refería en tono de
broma, en una mesa nocturna y luego de alguna batalla electoral, a los reacomodamientos
resultado de una interna partidaria. Elementos de la picaresca política que
podía manifestarse de ese modo en el reconocimiento de seguir habitando un
espacio más o menos común, con algunos elementos conformadores de la tradición
que no era fácil ignorar y que seguramente no se encontraban en la letra
escrita. Había solidaridades tejidas entre sectores heterogéneos en base a
lazos armados en la experiencia que podían evitar, por ejemplo, el abandono
total del derrotado en una interna o algún otro gesto que con tribuía a la
reproducción del espacio. No se trataba de partidos ideológicos, pero si con
algunas marcas culturales compartidas que podían atravesar heterogeneidades
sociales, religiosas y hasta estilos de hacer política, contenidos en el amplio
mundo de una historia y de flexibles banderas que sin embargo podían pensarse
como aglutinantes de algo en común que se actualizaba en la confrontación con
el otro.
Por supuesto no hay historia armónica, y hay
momentos de quiebres y de confrontaciones dramáticas. Así y todo, hay prácticas
relevantes en términos simbólicos y cuantitativamente extendidas, con capacidad
de cohesión y reproducción de esos heterogéneos mundos. Por eso la frase que
usa una palabra como traición, más corriente en el mundo peronista que en el
radical, solo es posible de ser pronunciada, en un grupo de pares que forman
parte tanto como él de ese algo flexible pero real que es su partido, de manera
irónica. Y la ironía no inhibe que exista una referencia real. Los abandonos de
unos y reacomodamientos con otros se hacen bajo la protección de esa difusa
cultura común.
V
Claro que los cambios operados en los gobiernos de
Carlos Menem, iban a resultar en transformaciones significativas en la
economía, la política y la cultura. Cambios fortísimos que eran parte de una
verdadera revolución neoconservadora a nivel internacional y que en términos
político culturales construía una extraordinaria hegemonía que lograba
inficionar a los partidos convencionales, por supuesto al estado, al mundo de los negocios, y al
campo cultural y científico. Y en términos de transformación simbólica quizás eran
tanto o más relevante que los cambios impulsados por los nuevos aliados del peronismo
en el ministerio de economía, los que pensaban e implementaban funcionarios
técnicos y funcionarios intelectuales que se habían formado en los procesos de
radicalización del mundo universitario de los años sesentas y setentas, y que
formaban parte de las zonas más dinámicas del mundo académico y cultural. Uno
de esos grupos llevaría a cabo en el ámbito de la educación la reforma más regresiva que afectó a la educación
pública argentina y que se armaba como parte de un proceso latinoamericano de
reformas (que habían contribuido a diseñar ) implementado por un organismo
financiero como el Banco Mundial La habilitación y continuidad de estas
experiencias, primero con uno y luego con el otro gran partido, se asentaban,
entre otras cosas en la percepción generalizada, construida desde la fortaleza
política, cultural y económica, de estar ante un cambio de época irremediable.
A partir de esos momentos, no es que masivamente desertan
las tropas y caen estrepitosamente banderas y otros símbolos. Hay situaciones
inerciales que producen una paulatina dilución. Se continua marchando pero quienes
lo hacen, a medida que las prácticas concretas van reafirmando esa nueva visión
del mundo que ahora unifica a ambos partidos y a la centro izquierda, son cada
vez menos peronistas o radicales, o ( lo que es más fácil) frepasistas, y se convierten en individuos que hacen
carrera política. Retóricas que refieren a la sensibilidad nacional popular o
la ética republicana se pronuncian, no necesariamente de forma cínica,
acompañando prácticas que son más deudoras del clima de época que coloca al
individuo pragmático en el centro de la escena, que a las tradiciones que
aquellas refieren.
VI
Y a medida que pasa el tiempo hay cada vez mayor
habilitación para reafirmar esas prácticas y transformar esa retórica en meras
guirnaldas de una escenografía de ritual cristalizado. Un hecho relevante para
pensar en los quiebres de tradiciones ocurre un día de fines de setiembre de
1999 en el estadio Monumental de Nuñez donde se cerraba la campaña de los
candidatos Eduardo Duhalde y Ramón Palito Ortega. Habló primero el cantante
Ortega y luego Duhalde en medio de una lluvia primaveral que caía sobre 50.000
personas provenientes en su mayoría del conurbano bonaerense.El candidato habló
centralmente a los empresarios. Carteles que referían a las intendencias del
conurbano y a distintos gremios se levantaban en medio de la multitud. El final
del acto, cuando ya amainaba la lluvia subió al escenario la actriz y cantante
Nacha Guevara que había protagonizado una de las versiones del musical Evita y
caracterizada domo Eva Perón cantó No llores por mi Argentina.
Ese ritual protagonizado por Nacha Guevara es en verdad
fundacional en relación al la conformación de nuevos elementos de la cultura
política que producirán un desfasaje entre la tradición hecha cosa pintoresca
por un lado y la vida política práctica ( lo que verdaderamente hay que hacer
más allá de las identidades) por el otro. Cuando los cambios operados en la
política impiden la recuperación de aspectos de una tradición y sobre todo los
aspectos más rebeldes de esa tradición, ocurre
que a la vez se hace necesario no desprenderse de indicadores de la pertenencia
a esa tradición porque, al fin y al cabo, es sobre esas banderas descoloridas
sobre los que se mantienen las formas organizacionales concretas que, aunque
deterioradas, permiten seguir andando. Entonces se produce ese hecho de
incorporación del ícono de la manera más despolitizada posible negando
cualquier aspecto de relaciones con el
presente, de la lucha política, en tanto lucha.
El ritual del acto político es un ritual en que lo
escenográfico y performático cumplen un papel relevante. Tiene algo de instituyente
ya que se reafirma una diferencia entre el o los líderes y los seguidores, se
confirma el papel del líder, de algún modo es un escenario de revalidación y
fortalecimiento de la autoridad. Y las tradiciones están allí en la forma de
interpelar en la misma escenografía, en las imágenes en las banderas. Pero el
centro vital del ritual está en la performance del líder que cita nombres y
frases familiares a la tradición nombrando al presente, y así la actualiza,
reafirma su autoridad y vivifica la identidad del espacio. El cierre con una performance hecha por una
actriz que es la actualización de un producto de la industria cultural
internacional pone al ícono en una situación de extremo desfasaje con el núcleo
conceptual de un ritual político, sobe todo porque es una performance en un
escenario donde la performance ocupa un lugar central en la revivificación de
la tradición. La performance allí, aun la menos eficiente simbólicamente, es
siempre vital o se propone serlo. En este caso se desvitaliza de manera radical
porque se trata de algún modo de un producto seriado, cosificado, producto de
la industria (legítimo en un teatro, pero
no allí) que además , a diferencia de unas remera con imágen o un afiche, se
propone generar emoción, ilusión de vitalidad. Y además en tradiciones
sensibles a los liderazgos carismáticos, ocupa el escenario donde debe estar el
líder
Se podría abundar en situaciones de ambos partidos y
en gestos sociales que con mayor o menor intensidad puedan pensarse como
indicadores de la debilidad extrema de tradiciones que tuvieron potencia en la
historia argentina en distintos momentos del siglo XX. Y entonces vendría a cuenta citar lo que algunos
veteranos del radicalismo comentaban con incomodidad en relación a uno de los
jóvenes viceministros del presidente De La Rua, ex militante de la juventud
universitaria,que al renunciar el ministro se negaba a abandonar su cargo de
vice alegando que significaría un deterioro de su posición económica. Y aunque
esto fuera solamente un murmullo el hecho de que resonara fuerte, lo convertía
en un dato. Quizás tampoco sería irrelevante atender como un restaurante de la
zona de Palermo en Buenos Aires se habilitó a jugar con los símbolos de la
tradición peronista, desde el nombre del lugar, hasta las denominaciones del
menú en donde se puede encontrar cerveza roja montonera y, traspasando los
límites cualquier parámetro del buen gusto, una tabla de fiambres que se llama
Pedro Eugenio.
VII
Sin apelar a un esfuerzo desmedido, es posible
inferir que algo debe pasar en las organizaciones, en los grupos, en sus
identidades, para que ocurran estas cosas que se parecen bastante a un fin de
época que encima no promete alboradas gloriosas en reemplazo. Y quizás no sea
demasiado difícil de ver. No obstante decretar la transparencia del mundo, aun
ante los indicadores de la evidencia, suele convertirse en un movimiento
arriesgado. Sobre todo porque hay una porción no desdeñable de voces diferentes,
social y culturalmente hablando, que con sus respectivas estéticas, parecen creer, o quizás hacen un esfuerzo por
creer para no quedar al descubierto, que existen activamente algunas
tradiciones que se encarnan en algunos individuos, en los restos de uno u otro
partido, e inclusive en algún grupo social, y que las acciones, los movimientos
de la política concreta, pueden ser explicadas en relación con ellos. Además es
verdad que en el mundo dinámico de la política más allá de situaciones de
verdadera hegemonía cultural, hay momentos de significativos desacomodamientos
y siempre, filtraciones. Allí están las poderosas experiencias disruptivas de
algunos países latinoamericanos. Y, específicamente en el caso argentino, los
gobiernos de los Kirchner restituyendo gran parte de la autonomía perdida a la
política e intentando con fuerza y consecuencias reales, la resignificación de
aspectos de una tradición, aunque sin poder modificar la situación de
extrema fragmentación del propio espacio.
Pero aun con estos movimientos que parecen negar lo anteriormente mencionado,
algunas de las condiciones estructurales que generan los debilitamientos
continúan teniendo presencia. Quizás en algún momento se manifestarán con escasa fuerza y en otros
con clara potencia, pero en verdad continúan actualizándose bajo formas
diversas en la vida cotidiana y no
deberían subestimarse.
VIII
Los sentidos comunes arman su mochila con los
residuos de las tradiciones incorporadas, pero también producen procesos de
adaptación creativa a los cambios, también a los no declarados y percibidos
como tales. Somos moneda, dirá Norbert Elías, pero también acuñamos.
Porque es cierto, que en todo momento hay formas del
sentido común que, de algún modo u otro, y en el medio de dinámicos idas y
vueltas, dan cuenta de los cambios menos explícitos. Aunque sea de manera
confusa y mezclando elementos de la receta aprendida junto con el sentido
práctico que descubre la legitimidad
potencial de algunas nuevas prácticas. Que, en fin, resultan más compatibles
con el clima de época o, si se quiere, con las nuevas formas de dominación. La
explicación del que atiende a los movimientos del individuo saltando de unos a
otros de los restos del sistema político y que retóricamente hace un gesto de
descalificación frente al abandono de una identidad, también percibe que,
aunque de ese lugar cuelguen guirnaldas que hacen referencia a una tradición,
ya no tiene el poder culturalmente coercitivo de los espacios simbólicamente
fuertes.
Porque tanto el agente concreto que produce ese
cambio mayor o menor, como el que lo descalifica desde algún espacio social y
cultural determinado, están participando en instituciones débiles y de algún
modo u otro pueden percibir y vivir esa debilidad. Es lo que potencialmente
harían otros que juegan el mismo juego de darse circunstancias similares y aun
los ciudadanos que no participan directamente de ese juego y que inclusive
pueden actuar alguna individualista retórica condenatoria. Más allá de los
aires revitalizadores de la ultima década, dadas las condiciones institucionales del
sistema político en el presente, de un clima cultural asentado en prácticas
cotidianas y en transformaciones estructurales profundas, no hay que forzar
demasiado el análisis para dar cuenta, entonces, de que el cambio de bandera política
no es algo que los distintos sentidos comunes circulantes puedan percibir como
extraordinario. Por el contrario, la
relativa indiferencia parece volverlos gestos de algún modo consabidos, quizás
dotados de alguna racionalidad y, acaso, cada vez más justificables socialmente.
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