miércoles, 28 de octubre de 2009

Rosario Blefari en Socio general 27 0ctubre 2009 aula 512 MARCELOTÉ




LO QUE DIJO ROSARIO EN SOCIO GENERAL, Y LOS COMENTARIOS DE LUCAS
Mis dependencias
Rosario Bléfari

Existen habitaciones diminutas adonde apenas entra algo más que una cama, rara vez hay una ventana decente y el baño consiste en un inodoro con una ducha inexplicablemente encimada. Son las denominadas “dependencias de servicio”. Sin aludir a los destinatarios  de estos espacios -los empleados domésticos- ni  a sus patrones, el arquitecto Louis I. Kahn, a mediados del siglo XX, propuso distinguir espacios servidos de espacios servidores. Los primeros constituyen el motivo por el que se construye y los segundos son aquellos cuya función en la estructura de una edificación es la de servir y complementar la actividad funcional de los espacios servidos.

Si comparamos la planta de una vivienda y sus dependencias de servicio con la planta de un teatro, podríamos ver la vida de los dueños de casa como la escena que se representa en un escenario, y al resto de las instalaciones y habitantes trabajando para que esa representación sea impecable, tarea que consiste básicamente en evitar cualquier atisbo de decadencia. La escena, así, estará suspendida en una especie de “estado cero”, en un tiempo neutro de muebles sin polvo, de camas lisas, de cubiertos y copas brillando en la intimidad de un  aparador. Apenas las cosas se usan o se ajan se las devuelve al estado anterior: la cama siempre hecha, la vajilla siempre reluciente, los almohadones siempre inflados. La parte expuesta de la casa es la escenografía de una vida que ocurre entre esos momentos neutros, una vida que prácticamente se reduce al paréntesis que interrumpe la inmovilidad de  una escena inmaculada.  ¿De dónde viene ese anhelo de incorporeidad, ese empeño en lograr un "Nadie ha pasado por aquí"? ¿Por qué pareciera que las personas quieren borrar las huellas que imprimen en las cosas y las que las cosas imprimen en ellos tanto como sea posible?

Se sabe que los restos de un festín, como cáscaras vacías del placer, son disparadores de un arrepentimiento recóndito (¿qué hice?), pero sin ir tan lejos una simple taza o copa sucia  alcanzan para señalar que “todo concluye al fin”. Y entonces empieza un desfile: los manteles manchados, las migas desparramadas en el suelo, las toallas mojadas, las camas deshechas, las sábanas usadas, la ropa sucia o simplemente la que está sobre una silla, los diarios viejos, las colillas de los cigarrillos, el polvo en la superficie de los muebles, la eterna pelusa debajo, la grasitud y los pelos en el baño, en definitiva: los restos que se depositan alrededor nuestro como prueba del desgaste innegable, del uso y el deshecho de las cosas y de los cuerpos.  Esas pruebas necesitan ser erradicadas o al menos quitadas inmediatamente de la vista hasta que se puedan lavar, limpiar, planchar o alejarse definitiva y olorosamente en un camión de basura, simplemente porque se trata de un material obsceno que hace eco en la idea de la muerte. Por supuesto, todo lo que se utiliza para realizar la operación eliminatoria -artículos de limpieza, electrodomésticos- también debe mantenerse fuera de la vista. Ahora bien, las personas que se encargan de ello –y el tema de los nombres abriría otro capítulo revelador-  tienen que estar  todo el día en la casa porque es una lucha permanente y por lo tanto se vive en el trabajo.  Pero, ¿dónde? por supuesto fuera de la vista, en la zona interna de la casa, tras bambalinas. Así es como se llega a una vivienda adentro de otra, en contacto directo con todo lo que no se quiere ver: ropa sucia o mojada, alimentos en distintos estados, elementos de limpieza etc...

Corría el año 1940 y mi madre cumplía 11 años. Consiguió entonces su primer trabajo en la casa de los dueños de la mejor panadería del pueblo. Era un matrimonio de españoles con un hijo de siete años. Mi madre niña entró en la casa y la señora le explicó lo que tenía que hacer. Empezó por el dormitorio principal: abrió las ventanas para ventilarlo, retiró la ropa de cama, dobló el colchón de lana y lo apaleó de ambos lados con una paleta de mimbre. Después lustró los espaldares de bronce hasta dejarlos relucientes, barrió el piso con un escobillón y le dio lustre con un cepillo pesado. Repasó los muebles y el espejo de cuerpo entero. Hizo la cama con sábanas limpias y la cubrió con su hermosa colcha. Luego hizo lo mismo con los otros dormitorios, que eran tres. Después limpió los baños. Siguió con el comedor principal, el living, el comedorcito diario y por último con la cocina, que funcionaba a leña y tenía una plancha que se limpiaba con una piedra de afilar usada y  cenizas de volcán.

Cuando mi madre llega con diecisiete años a Buenos Aires, sus hermanastras mayores, que ya vivían y trabajaban en la Capital, le habían conseguido ubicación en una casa muy antigua, de estilo colonial. El trato era conveniente pero la aterrorizó el lugar donde debía vivir: era un cuarto ínfimo con un techo muy alto, sin ventanas y con un baño diminuto. Las paredes del cuarto estaban descascaradas y con mucha humedad debido al planchado de sábanas y mantelería. Todo se planchaba muy húmedo porque antes era sumergido en almidón cocido que se utilizaba como apresto, y los continuos e intensos vapores arruinaban la pintura y mantenían el ambiente caldeado y neblinoso. Por estas razones dejó la casa y después de algunos intentos fallidos consiguió empleo con una mujer que necesitaba cocinera y mucama. Mi madre no sabía cocinar pero la dueña de casa percibió en ella una gran voluntad y le dijo que si se quedaba le enseñaría. Cuando vio la habitación de servicio mi madre decidió quedarse: tenía una ventana grande por la que entraba el sol, un baño con bañadera y un pasillo independiente. Las opciones para una joven como ella no eran mucho más que dos: sirvienta, como se decía entonces, u operaria en una fábrica viviendo en una pensión con otras mujeres en el mismo cuarto.

Viví en distintos tipo de dependencias de servicio junto a mis padres. Conocí la parte de personal del hotel Llao- llao en Bariloche, en el sótano, en el mismo nivel que el lavadero, la gambuza y la cocina. Las habitaciones tenían ventanas altas que daban al suelo del parque del hotel y el baño era compartido, uno para mujeres y otro para hombres con duchas sin divisiones. Luego viví en una residencia antigua de  la misma ciudad que tenía un altillo dedicado al personal, con tres habitaciones una de las cuales tenía baño privado. Todas eran muy amplias, con ventanas pequeñas pero con una vista privilegiada al lago y al bosque. Los baños eran cómodos, con bañadera y agua caliente. También  había un espacio común, grande, luminoso y aireado. La única desventaja era subir dos pisos altos por una empinada y angosta escalera de madera y la convivencia con los murciélagos ya que los tejados estaban habitados por cientos de ellos. También viví en la casa de los caseros de la misma residencia. Era una casa encantadora de cinco ambientes y dos baños, cocina a leña y una salamandra en el comedor, en un primer piso. La madera de los pisos y la fortaleza de la construcción de troncos y piedras por afuera, ayudaban a provocar un fuerte sentimiento de cobijo, de protección duradera. En la planta baja había un garaje doble que llamábamos el galpón donde se guardaba la leña y dormían mis dos perros. También el hecho de estar a unos cuantos metros de la casa principal nos daba más independencia y podíamos construir nuestra intimidad familiar, nuestra propia escena, y protagonizar así nuestra vida aunque siguiéramos viviendo en el trabajo.

De ahí nos mudamos a Buenos Aires, a un departamento recién terminado, sobre la Avenida Libertador frente al rosedal. Tenía tres pisos. Las habitaciones de servicio eran dos, una para mí y otra para mis padres. Las ventanas daban  a una especie de  plazoleta privada sobre Libertador donde coincidían las entradas de los tres edificios. Las habitaciones principales también tenían ventanas que daban a este patio, pero las de servicio tenían a modo de anteojeras unas bandas de metal verticales que orientaban la visión  hacia la avenida e impedían mirar hacia la izquierda, donde estaban los ventanales principales de la torre del medio. Es evidente que el fin de estas rejas era proteger la privacidad de los dueños de los departamentos de al lado y evitarles la visión de las habitaciones de servicio y sus ocupantes, algo sobre lo que no se podía tener control.  

Recién a los 19 años viví en una casa que, aunque no era propia, me permitió entre otras cosas, comer por fin tranquila sin esa sensación de estar siempre al borde de un sobresalto provocado por la entrada repentina de los patrones en la cocina; lo que también sucedía cuando miraba televisión o hacía los deberes en el lavadero al escuchar  su llamado desde la frontera entre nuestras habitaciones y las de ellos. Al salir de aquella vida también empecé a ser consciente de que había crecido en un ambiente insólito, donde muchas cosas que consideraba normales no lo eran tanto -como lo de llamar “el señor” al patrón tanto en su presencia como en su ausencia-, donde la tensión se ajustaba y se aflojaba  según sus entradas y salidas -“está” o “no está”-, y muchas cosas más donde se puede rastrear la estela del señor feudal, mejor o peor llevada. También es peculiar ese espacio social en el que se accede a algunos de los privilegios de la clase a la que no se pertenece solo por vivir bajo el mismo techo como, por ejemplo, una alimentación privilegiada –lo que advertía claramente al ir a las casas de mis compañeros de escuela- o el uso de la última tecnología en aparatos domésticos. En mi casa –yo la llamaba mi casa, ¿cómo si no?- se usaba horno a microondas, lavavajillas, teléfono inalámbrico, video casetera, a fines del setenta. Cuando alguien me acompañaba hasta la puerta, tenía  siempre que aclarar que aunque vivía ahí, no era mi casa. Yo entraba por la puerta de servicio, subía por el ascensor de servicio, atravesaba  la cocina y llegaba a mi habitación con vista “orientada”, que era adonde realmente vivía. Allí tenía una pequeña biblioteca hecha con estantes, el “señor” la había mandado a poner junto con un escritorio antes que llegáramos de Bariloche porque sabía que me gustaba leer y escribir. En esos estantes fui  acomodando mis primeros libros y leyéndolos pasé la adolescencia desvelada. También en esa habitación tocaba mi primera guitarra eléctrica y escuchaba en la radio El Tren Fantasma, un programa histórico de rock nacional mientras mis padres subían y bajaban las escaleras del departamento atendiendo las necesidades interminables de “los señores”, sin chance de horarios de descanso claros, sin intimidad. El patrón era tal vez uno de los más buenos que nos podrían haber tocado, era generoso y respetuoso y siempre les pedía a mis padres que se tomaran tiempos de descanso, pero eso era imposible porque las tareas no lo permitían nunca, siempre había cenas o almuerzos para muchas personas, más la atención permanente de toda la casa: ventanales, alfombras, plantas, un vestuario de cientos de prendas y zapatos delicados, comidas, cubiertos de plata, copas de cristal –jamás se pudo usar el lavavajillas-, cosas que se limpiaban y se ensuciaban, se cocinaban y se comían y esto no tenía fin.
Al crecer y salir de esa vida, me fui dando cuenta que ni una sola persona de las que conozco, y conozco gente de muy distintos estratos socioculturales, comparte conmigo esta experiencia. Expongo una parte aquí porque sospecho un significado profundo de las dependencias de servicio como un espacio dentro de la sociedad que evidencia antiguas conductas no superadas mas que en apariencias. Solo se ha sofisticado, levemente, la forma de ejercerlas.
RB    

COMENTARIOS DE LUCAS


Te voy a decir porqué para mi esto es muy bueno y también porqué me conmueve.
 Me gusta tu escritura tranquila, que creo es realmente muy singular para dar cuenta de lo que da cuenta. Mucha gente de tu generación y claramente de la mía, sobre todo en el periodismo más que en la literatura, está atravesada por una estética de la denuncia. Estética que a veces tiene su efectividad y dice algo, pero  la mayoría de las veces se convierte en una especie de sobreactuación impostada que termina no diciendo nada.
Así y todo, es una manera de resolver las cosas que está a mano  y sobre todo, puede parecer pertinente, cuando en una sociedad como la nuestra, que es o fue de movilidad social ascendente y que  con la experiencia anarquista primero y peronista después, cuenta con marcas fuertes de igualitarismo, se habla de una institución que acá resulta arcaica. Arcaica de una manera mucho más fuerte que en cualquier otro país latinoamericano. Quiero decir, no es difícil caricaturizar esta institución de las dependencias y la “servidumbre” (término no habilitado para ser expresado públicamente en la sociedad igualitaria argentina, del mismo modo que luego del primer peronismo no se puede decir sirvienta- es una marca, significa algo, es una buena marca) en una sociedad como la argentina. Y la caricatura vale, creo yo, cuando las instituciones son muy fuertes, cuando se ridiculiza algo que es considerado legítimo. Allí hay, si se quiere, potencialidad política.

Este no es el caso. Insisto sobre el igualitarismo argentino y te voy a contar algo que les suelo contar a los estudiantes de primer año de socio. Una conocida mía, socióloga boliviana de clase alta, linda en el sentido más convencional, había concurrido en La Paz a una manifestación de izquierda (porque además es de izquierda) antes de lo de Evo Morales). Ocurrió, como suele ocurrir en esos casos, que la manifestación fue reprimida por tropas antidisturbios. Cuenta mi amiga, que ella corría por las difíciles calles de La Paz, con una pollera ajustada y tacos aguja y de pronto vio que se acercaba un policía antidisturbios, blandiendo un palo y directo hacia ella (habían cagado a palos a media manifestación). Fue en ese momento de peligro que su monitor sociológico le advirtió que ella además de militante de izquierdas (y sobre todo), era una dama de la buena sociedad paceña. Entonces se produjo la siguiente escena: ella se paró de frente al policía, bien vestida, europea, alta, elegante y le dijo:- Ni se lo ocurra ponerme las manos encima cholo insolente. El policía bajó el palo y le dijo “Disculpe señora”, luego, se dio vuelta y se retiró hacia otros focos de conflicto.
Allí las distancias sociales son abismos y puede ocurrir esto, como que si la ve de noche la mate y la viole: son dos maneras de confirmar esa distancia. Acá es otra historia y por eso no va la estética d la denuncia o la caricatura, pero es lo que se tiene más a mano para estos temas y muchas veces se utiliza. Es cómo decir que los italianos Biolcatti, Buzzi, Deangelis, son la oligarquía. Hay que criticarlos, pero sabiendo quienes son ( en este caso son también el ascenso social chacarero que por ahí los hace más embromados que la antigua oligarquía).

Cómo hablar entonces de una institución que está, que es residual, pero producto del igualitarismo, se la pone ( valga la metáfora) bajo la alfombra, eufemizada. Y me respondo: como lo hacés vos, sin bronca, tranquila, habiéndola vivido en experiencias que suponen entre otras cosas felicidad infantil y relativa naturalización de algunas situaciones. Hay algo de una mirada de niña; claro que no es tan niña ahora  y entonces la misma descripción tranquila es reflexiva y sutilmente problematizadora. Pero hay otra cosa más y es el hecho de que vos lo cuentes. En esta sociedad, si sós blanquita, bien hablada y delicada, podés dejar tu pasado en una zona, sino de ocultamiento, de alguna ambigüedad. Eso es lo que hacemos la mayoría de los clases-medias ascendidos, también en los mundos culturales modernos. No es que vamos a negar nuestros orígenes tajantemente, pero cuando no es muy mostrable decimos: mis padres son trabajadores. Y no queremos meternos en los detalles. Ya sé que es medio loco en esta sociedad en donde el 98% de las clases medias y medias altas con  relación con algunas zonas dinámicas de la cultura tiene al antepasado pobre muy cerca en el árbol genealógico. Si no es el padre es el abuelo y si no el bisabuelo. Y se acabó. No hay genealogías nobles en este mundo igualitario y ascendente. Así y todo contar la pobreza (que a veces puede ser reivindicada cuando se ascendió rápido y mucho) del algún punto cercano del árbol geneaológico, y sobre todo ciertos detalles, no es habitual. Menos poner la historia sobre la mesa, de algún modo objetivarla con tranquilidad y afecto. Eso me conmueve.

Esa es la mejor manera de desnaturalizar instituciones que de algún u otro modo restringen una idea moderna de la libertad humana. Y no es fácil producir estas desnaturalizaciones. Habiendo ocurrido la revolución francesa y todos los procesos derivados de ella, todavía siguen existiendo y con gran legitimidad sociedades modernas que tienen una institución que humilla al género humano como es la monarquía. Esta institución de las dependencias, de servidores y servidos que mantiene relaciones sociales que expresan formas arcaicas de dominación, sigue dando vueltas de manera disimulada en este mundo contemporáneo también en sociedades con componentes igualitarios como la argentina. Quizás esto ultimo es lo que hace que vos puedas escribir esto con autoridad, pero a la vez con la calma; lo que le da fuerza al componente absurdo que constituye a estas situaciones. Y por eso tu texto tiene fuerza cultural y potencia política.
LR

domingo, 25 de octubre de 2009

Rosario Bléfari el martes 27 de octubre en el teórico de Socio General ( aula 512 de Marcelote)

Rosario Bléfari este martes 27 de octubre a las 17hs, en el aula 512 de Marcelote en el teórico de sociogeneral.
Rosario produjo una reflexión sobre las dependencias de servicio a partir de su propia experiencia de vida y esto resulta en la construcción de un objeto analítico poético que dialoga productivamente con la vida, y como al fin y al cabo estámos en ella, con la sociología.


"Viví en distintos tipo de dependencias de servicio junto a mis padres. Conocí la parte de personal del hotel Llao- llao en Bariloche, en el sótano, en el mismo nivel que el lavadero, la gambuza y la cocina. Las habitaciones tenían ventanas altas que daban al suelo del parque del hotel y el baño era compartido, uno para mujeres y otro para hombres con duchas sin divisiones. Luego viví en una residencia antigua de la misma ciudad que tenía un altillo dedicado al personal, con tres habitaciones una de las cuales tenía baño privado. Todas eran muy amplias, con ventanas pequeñas pero con una vista privilegiada al lago y al bosque. Los baños eran cómodos, con bañadera y agua caliente. También había un espacio común, grande, luminoso y aireado. La única desventaja era subir dos pisos altos por una empinada y angosta escalera de madera y la convivencia con los murciélagos ya que los tejados estaban habitados por cientos de ellos. También viví en la casa de los caseros de la misma residencia. Era una casa encantadora de cinco ambientes y dos baños, cocina a leña y una salamandra en el comedor, en un primer piso. La madera de los pisos y la fortaleza de la construcción de troncos y piedras por afuera, ayudaban a provocar un fuerte sentimiento de cobijo, de protección duradera. En la planta baja había un garaje doble que llamábamos el galpón donde se guardaba la leña y dormían mis dos perros. También el hecho de estar a unos cuantos metros de la casa principal nos daba más independencia y podíamos construir nuestra intimidad familiar, nuestra propia escena, y protagonizar así nuestra vida aunque siguiéramos viviendo en el trabajo.

De ahí nos mudamos a Buenos Aires, a un departamento recién terminado, sobre la Avenida Libertador frente al rosedal. Tenía tres pisos. Las habitaciones de servicio eran dos, una para mí y otra para mis padres. Las ventanas daban a una especie de plazoleta privada sobre Libertador donde coincidían las entradas de los tres edificios. Las habitaciones principales también tenían ventanas que daban a este patio, pero las de servicio tenían a modo de anteojeras unas bandas de metal verticales que orientaban la visión hacia la avenida e impedían mirar hacia la izquierda, donde estaban los ventanales principales de la torre del medio. Es evidente que el fin de estas rejas era proteger la privacidad de los dueños de los departamentos de al lado y evitarles la visión de las habitaciones de servicio y sus ocupantes, algo sobre lo que no se podía tener control. "

RB

miércoles, 14 de octubre de 2009

Fernando Laguna. "Soy yo: caminando por la orilla del riachuelo, muy triste

Soy yo: caminando por la orilla del Riachuelo, muy triste

Fernanda Laguna

dibujos y esculturas

FORMOSA. Delagado 1235

Sábado 17 de octubre- 18 hs.

¡Los esperamos!