EL
"DESPINTOR IMPOSIBLE".
Ayer domingo 14 de julio de 2013, en el Parque Rivadavia y como parte de una
experiencia que un colectivo de artistas activistas denominan ataques
artísticos, el artista Tatú Carreta realizó una performance que llamó El “Despintor
imposible”.
Por el parque Rivadavia a las 4 de la tarde de un domingo
pasean familias de distintas franjas de sectores medios. Muchas parejas jóvenes
con hijos pequeños. Algún grupo de muchachos sentados escuchan a quien toca una
guitarra. En uno de los espacios infantiles hay títeres. De tanto en tanto pasa
algún hombre de edad mediana con un libro en la mano quizás comprado en la Feria que atrae a cultos de
barrio con preocupaciones políticas y también a coleccionistas de discos. En un
banco dos muchachos de casi treinta o treinta años y un poco más, atienden a la
lectura en voz alta que hace otro. Tienen un aspecto de serios. Hay varios papás
jugando a la pelota con sus chicos de cinco, seis, o siete años. Una pareja
mayor con vestimenta de gimnasia se sientan, cansados, en un banco, quizás
después de haber caminado a ritmo por alguna recomendación médica.
Están arreglando el parque y en algunas zonas se puede
caminar solo por los senderos de ladrillo. A un costado de uno de esos senderos,
donde es posible sentarse en el pasto, Tatú puso el caballete, se sentó en un
banco pequeño, acomodó los tubos de óleo, tomó el pincel y comenzó a hacer
movimientos cual si estuviera trabajando sobre una tela. Los que pasaban
tranquilos, en general parejas, detenían un poco la marcha y miraban con un
poco de sorpresa y luego quizás con alguna conmiseración paternalista, al que
estaba pintando en el aire. Algunos se detenían y con curiosidad simple a veces
y otras con gesto de comprensión, interrogaban acerca de qué estaba haciendo.
Tatú respondía que estaba tratando de encontrar un tono de marrón oscuro para
construir el fondo de la escalera. Si se respondía cuál, el artista respondía
señalando el caballete: esto que estoy haciendo. ¿Te gusta? Algunos seguían la conversación y otros
insistían un poco y se iban riendo y comentando con el otro, sin enojos.
Hay que decir que esta sociedad no le teme ni le sorprende
lo inesperado. O mejor que ciertos niveles de
lo inesperado, es esperable. Los sectores más propensos a respetar el
status quo, podrían condensarse en el barrio de Caballito y en muchos de los
que pasean por el parque Rivadavia. Esos sectores que quieren creer, que desean
tener un patrón de normalidad, que forman parte de un proceso de conquista por
lugares que consideran respetables de la sociedad (cuyo símbolo es un negocio
de palos de golf frente al parque), pese a ellos, ya no son creyentes ingenuos,
aunque lo sigan intentando.
A ellos es a quienes los Bancos estafaron. Los Bancos, esa
institución tan significativa para quien con esfuerzo a conseguido comprar una
casa, un auto y educar a sus hijos en una zona respetable de la ciudad, sin ser
la más prestigiosa, los han traicionado. A sus más fieles creyentes. Porque es
verdad que a miembros de algunas instituciones en crisis estos mismos sectores
les permiten transgresiones que no los afectan directamente, como el caso de un
sacerdote de una ciudad del norte de la
Pcia de Buenos Aires, cuyo carisma le permitía tener una muy
buena relación con sus fieles, aunque todos supieran que el hacía fiestas
sexuales con muchachos del pueblo. Eso de algún modo acostumbra a no portar
creencias muy dogmáticas, pero la traición de la institución más importante
para una clase media en ascenso como es un banco, le deja una marca de
descreimiento más profunda.
Además el pequeño
burgués urbano argentino se aleja un poco del tipo ideal construido por la
literatura y los análisis sociológicos franceses. El nuestro tiene, de algún
modo, elementos de la cultura igualitaria que se expresa en una poderosa
voluntad pragmática de integración, y, en el marco de instituciones débiles,
por esa misma voluntad, puede burlar a esas instituciones para quedar mejor parado
en la pelea, a la vez que necesita creerles para construir su ansiado patrón de
normalidad. Este pequeño burgués,
buscavida burlador de instituciones y burlado por una institución central en su
cultura como es el Banco, no se asombra demasiado por la ruptura de ciertos
paisajes relativamente naturalizados de la vida cotidiana. Sin embargo, algo
ocurre.
Y lo que ocurre es interesante para observar. La normalidad
de un parque de un barrio de clase media de la ciudad de Buenos Aires, incluye
situaciones que modifican la rutina de la semana, pero sin lugar a dudas hay
una rutina de parque en domingo. Y en ella se incluyen alguien que toque la
guitarra, otro que camine en zancos para entretener a los niños y seguramente
algún pintor que remeda una práctica plein
air. Allí como un elemento constitutivo de esa normalidad de domingo en el
parque, estaba Tatú con vestimentas comunes a ese mundo social y con una
presentación de su persona en general nada disruptiva: portador de gestos
amables al igual que sus respuestas a las preguntas también amables. Casi puede
ignorarse esa presencia, de la misma manera que casi se ignora las presencias
de otras personas parecidas a uno que están sentadas en un banco charlando sin
producir gestos o movimientos que alteren la rutina. El mínimo gesto que la
altera en este caso es desacomodador una vez que se percibe. El pintor, el
caballete, los gestos, es lo esperable. Quizás hay curiosidad por ver lo que
está pintando y ahí se produce el desacomodamiento: no hay tela, el pintor
pinta en el aire. Y cuando lo interrogan el pintor habla de su tela y de su
trabajo en curso como si existiera. Esa tela existe porque él la piensa,
imagina una señora cómplice, empleada de un ministerio con vocación por entender cierta magia del mundo artístico
y siente satisfacción porque ese pensamiento le permitió imaginar que compartía
algún secreto de ese mundo ignorado por los vulgares. Pero quizás, como dijo un
fotógrafo que acompañaba a Tatú, lo más interesante son las miradas de los que
no se detienen: porque no quieren perder tiempo, porque no se animan a asumir
una situación de relativa anormalidad que tampoco genera confrontaciones ni
escándalos, porque es algo que quizás tiene algún sentido para un mundo que es
algo extraño y “yo no se lo encuentro porque no soy de ese mundo”, porque puede
ser un poco anormal, pero el actor de la anormalidad no tiene cara de poeta
maldito, no está en situación de éxtasis creador. En suma es una anormalidad
que no tiene el rostro esperable de la anormalidad y quizás eso produzca un
tranquilo desacomodamiento que no es conmocionante porque casi acompaña el
fluir de los sentidos naturalizados de la vida cotidiana y produce un
desacomodamiento que no es provocado por una retórica del manifiesto, ni
siquiera es anunciado. La convencionalizada disrupcióin escandalosa forma parte
de la cultura televisiva de los programas como el de Jorge Rial o de las
respuestas estereotipadas de lo bueno y lo malo como en el viejo Titanes en el
Ring o en los programas de Tinelli. En el caso de lo generado por “El despintor
de lo imposible”, es la mirada curiosa la que percibe la disrupción en un clima
de normalidad y convencionalidad contundente.
En la vida social somos moneda y reproducimos un orden, pero
también acuñamos. Y ese acuñamiento no es necesariamente el gran cambio de
colectivos sociales homogeneizados por banderas comunes, sino también la
pequeña filtración, el mínimo gesto de desacomodamiento que como un pequeño
grano de arena deja plantada la noción de “qué las cosas no son tan así”, aún en
las profundas zonas de la convencionalidad de la vida cotidiana.
LR
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