LO QUE DIJO ROSARIO EN SOCIO GENERAL, Y LOS COMENTARIOS DE LUCAS
Mis dependencias
Rosario Bléfari
Existen
habitaciones diminutas adonde apenas entra algo más que una cama, rara vez hay
una ventana decente y el baño consiste en un inodoro con una ducha
inexplicablemente encimada. Son las denominadas “dependencias de servicio”. Sin
aludir a los destinatarios de estos
espacios -los empleados domésticos- ni a
sus patrones, el arquitecto Louis I. Kahn, a mediados del siglo XX, propuso
distinguir espacios servidos de espacios servidores. Los primeros
constituyen el motivo por el que se construye y los segundos son aquellos cuya
función en la estructura de una edificación es la de servir y complementar la
actividad funcional de los espacios servidos.
Si comparamos la
planta de una vivienda y sus dependencias de servicio con la planta de un
teatro, podríamos ver la vida de los dueños de casa como la escena que se
representa en un escenario, y al resto de las instalaciones y habitantes
trabajando para que esa representación sea impecable, tarea que consiste
básicamente en evitar cualquier atisbo de decadencia. La escena, así, estará
suspendida en una especie de “estado cero”, en un tiempo neutro de muebles sin
polvo, de camas lisas, de cubiertos y copas brillando en la intimidad de
un aparador. Apenas las cosas se usan o
se ajan se las devuelve al estado anterior: la cama siempre hecha, la vajilla
siempre reluciente, los almohadones siempre inflados. La parte expuesta de la
casa es la escenografía de una vida que ocurre entre esos momentos neutros, una
vida que prácticamente se reduce al paréntesis que interrumpe la inmovilidad
de una escena inmaculada. ¿De dónde viene ese anhelo de incorporeidad,
ese empeño en lograr un "Nadie ha pasado por aquí"? ¿Por qué
pareciera que las personas quieren borrar las huellas que imprimen en las cosas
y las que las cosas imprimen en ellos tanto como sea posible?
Se sabe que los
restos de un festín, como cáscaras vacías del placer, son disparadores de un
arrepentimiento recóndito (¿qué hice?), pero sin ir tan lejos una simple taza o
copa sucia alcanzan para señalar que
“todo concluye al fin”. Y entonces empieza un desfile: los manteles manchados,
las migas desparramadas en el suelo, las toallas mojadas, las camas deshechas,
las sábanas usadas, la ropa sucia o simplemente la que está sobre una silla,
los diarios viejos, las colillas de los cigarrillos, el polvo en la superficie
de los muebles, la eterna pelusa debajo, la grasitud y los pelos en el baño, en
definitiva: los restos que se depositan alrededor nuestro como prueba del
desgaste innegable, del uso y el deshecho de las cosas y de los cuerpos. Esas pruebas necesitan ser erradicadas o al
menos quitadas inmediatamente de la vista hasta que se puedan lavar, limpiar,
planchar o alejarse definitiva y olorosamente en un camión de basura, simplemente
porque se trata de un material obsceno que hace eco en la idea de la muerte.
Por supuesto, todo lo que se utiliza para realizar la operación eliminatoria
-artículos de limpieza, electrodomésticos- también debe mantenerse fuera de la
vista. Ahora bien, las personas que se encargan de ello –y el tema de los
nombres abriría otro capítulo revelador-
tienen que estar todo el día en
la casa porque es una lucha permanente y por lo tanto se vive en el
trabajo. Pero, ¿dónde? por supuesto
fuera de la vista, en la zona interna de la casa, tras bambalinas. Así es como
se llega a una vivienda adentro de otra, en contacto directo con todo lo que no
se quiere ver: ropa sucia o mojada, alimentos en distintos estados, elementos
de limpieza etc...
Corría el año
1940 y mi madre cumplía 11 años. Consiguió entonces su primer trabajo en la
casa de los dueños de la mejor panadería del pueblo. Era un matrimonio de
españoles con un hijo de siete años. Mi madre niña entró en la casa y la señora
le explicó lo que tenía que hacer. Empezó por el dormitorio principal: abrió
las ventanas para ventilarlo, retiró la ropa de cama, dobló el colchón de lana
y lo apaleó de ambos lados con una paleta de mimbre. Después lustró los
espaldares de bronce hasta dejarlos relucientes, barrió el piso con un
escobillón y le dio lustre con un cepillo pesado. Repasó los muebles y el
espejo de cuerpo entero. Hizo la cama con sábanas limpias y la cubrió con su
hermosa colcha. Luego hizo lo mismo con los otros dormitorios, que eran tres.
Después limpió los baños. Siguió con el comedor principal, el living, el
comedorcito diario y por último con la cocina, que funcionaba a leña y tenía
una plancha que se limpiaba con una piedra de afilar usada y cenizas de volcán.
Cuando mi madre
llega con diecisiete años a Buenos Aires, sus hermanastras mayores, que ya
vivían y trabajaban en la
Capital , le habían conseguido ubicación en una casa muy
antigua, de estilo colonial. El trato era conveniente pero la aterrorizó el
lugar donde debía vivir: era un cuarto ínfimo con un techo muy alto, sin
ventanas y con un baño diminuto. Las paredes del cuarto estaban descascaradas y
con mucha humedad debido al planchado de sábanas y mantelería. Todo se
planchaba muy húmedo porque antes era sumergido en almidón cocido que se utilizaba
como apresto, y los continuos e intensos vapores arruinaban la pintura y
mantenían el ambiente caldeado y neblinoso. Por estas razones dejó la casa y
después de algunos intentos fallidos consiguió empleo con una mujer que
necesitaba cocinera y mucama. Mi madre no sabía cocinar pero la dueña de casa
percibió en ella una gran voluntad y le dijo que si se quedaba le enseñaría.
Cuando vio la habitación de servicio mi madre decidió quedarse: tenía una
ventana grande por la que entraba el sol, un baño con bañadera y un pasillo
independiente. Las opciones para una joven como ella no eran mucho más que dos:
sirvienta, como se decía entonces, u operaria en una fábrica viviendo en una
pensión con otras mujeres en el mismo cuarto.
Viví en
distintos tipo de dependencias de servicio junto a mis padres. Conocí la parte
de personal del hotel Llao- llao en Bariloche, en el sótano, en el mismo nivel
que el lavadero, la gambuza y la cocina. Las habitaciones tenían ventanas altas
que daban al suelo del parque del hotel y el baño era compartido, uno para
mujeres y otro para hombres con duchas sin divisiones. Luego viví en una
residencia antigua de la misma ciudad
que tenía un altillo dedicado al personal, con tres habitaciones una de las
cuales tenía baño privado. Todas eran muy amplias, con ventanas pequeñas pero
con una vista privilegiada al lago y al bosque. Los baños eran cómodos, con
bañadera y agua caliente. También había
un espacio común, grande, luminoso y aireado. La única desventaja era subir dos
pisos altos por una empinada y angosta escalera de madera y la convivencia con
los murciélagos ya que los tejados estaban habitados por cientos de ellos.
También viví en la casa de los caseros de la misma residencia. Era una casa
encantadora de cinco ambientes y dos baños, cocina a leña y una salamandra en
el comedor, en un primer piso. La madera de los pisos y la fortaleza de la
construcción de troncos y piedras por afuera, ayudaban a provocar un fuerte
sentimiento de cobijo, de protección duradera. En la planta baja había un
garaje doble que llamábamos el galpón donde se guardaba la leña y dormían mis
dos perros. También el hecho de estar a unos cuantos metros de la casa
principal nos daba más independencia y podíamos construir nuestra intimidad
familiar, nuestra propia escena, y protagonizar así nuestra vida aunque
siguiéramos viviendo en el trabajo.
De ahí nos
mudamos a Buenos Aires, a un departamento recién terminado, sobre la Avenida Libertador
frente al rosedal. Tenía tres pisos. Las habitaciones de servicio eran dos, una
para mí y otra para mis padres. Las ventanas daban a una especie de plazoleta privada sobre Libertador donde
coincidían las entradas de los tres edificios. Las habitaciones principales
también tenían ventanas que daban a este patio, pero las de servicio tenían a
modo de anteojeras unas bandas de metal verticales que orientaban la
visión hacia la avenida e impedían mirar
hacia la izquierda, donde estaban los ventanales principales de la torre del
medio. Es evidente que el fin de estas rejas era proteger la privacidad de los
dueños de los departamentos de al lado y evitarles la visión de las
habitaciones de servicio y sus ocupantes, algo sobre lo que no se podía tener
control.
Recién a los 19
años viví en una casa que, aunque no era propia, me permitió entre otras cosas,
comer por fin tranquila sin esa sensación de estar siempre al borde de un
sobresalto provocado por la entrada repentina de los patrones en la cocina; lo
que también sucedía cuando miraba televisión o hacía los deberes en el lavadero
al escuchar su llamado desde la frontera
entre nuestras habitaciones y las de ellos. Al salir de aquella vida también
empecé a ser consciente de que había crecido en un ambiente insólito, donde
muchas cosas que consideraba normales no lo eran tanto -como lo de llamar “el
señor” al patrón tanto en su presencia como en su ausencia-, donde la tensión
se ajustaba y se aflojaba según sus
entradas y salidas -“está” o “no está”-, y muchas cosas más donde se puede rastrear
la estela del señor feudal, mejor o peor llevada. También es peculiar ese
espacio social en el que se accede a algunos de los privilegios de la clase a
la que no se pertenece solo por vivir bajo el mismo techo como, por ejemplo,
una alimentación privilegiada –lo que advertía claramente al ir a las casas de
mis compañeros de escuela- o el uso de la última tecnología en aparatos
domésticos. En mi casa –yo la llamaba mi casa, ¿cómo si no?- se usaba horno a
microondas, lavavajillas, teléfono inalámbrico, video casetera, a fines del
setenta. Cuando alguien me acompañaba hasta la puerta, tenía siempre que aclarar que aunque vivía ahí, no
era mi casa. Yo entraba por la puerta de servicio, subía por el ascensor de
servicio, atravesaba la cocina y llegaba
a mi habitación con vista “orientada”, que era adonde realmente vivía. Allí
tenía una pequeña biblioteca hecha con estantes, el “señor” la había mandado a
poner junto con un escritorio antes que llegáramos de Bariloche porque sabía
que me gustaba leer y escribir. En esos estantes fui acomodando mis primeros libros y leyéndolos
pasé la adolescencia desvelada. También en esa habitación tocaba mi primera
guitarra eléctrica y escuchaba en la radio El Tren Fantasma, un programa
histórico de rock nacional mientras mis padres subían y bajaban las escaleras
del departamento atendiendo las necesidades interminables de “los señores”, sin
chance de horarios de descanso claros, sin intimidad. El patrón era tal vez uno
de los más buenos que nos podrían haber tocado, era generoso y respetuoso y
siempre les pedía a mis padres que se tomaran tiempos de descanso, pero eso era
imposible porque las tareas no lo permitían nunca, siempre había cenas o
almuerzos para muchas personas, más la atención permanente de toda la casa:
ventanales, alfombras, plantas, un vestuario de cientos de prendas y zapatos
delicados, comidas, cubiertos de plata, copas de cristal –jamás se pudo usar el
lavavajillas-, cosas que se limpiaban y se ensuciaban, se cocinaban y se comían
y esto no tenía fin.
Al crecer y salir de esa vida, me fui dando
cuenta que ni una sola persona de las que conozco, y conozco gente de muy
distintos estratos socioculturales, comparte conmigo esta experiencia. Expongo
una parte aquí porque sospecho un significado profundo de las dependencias de
servicio como un espacio dentro de la sociedad que evidencia antiguas conductas
no superadas mas que en apariencias. Solo se ha sofisticado, levemente, la
forma de ejercerlas.
RB
Te voy a decir porqué para mi esto es muy
bueno y también porqué me conmueve.
Me
gusta tu escritura tranquila, que creo es realmente muy singular para dar
cuenta de lo que da cuenta. Mucha gente de tu generación y claramente de la
mía, sobre todo en el periodismo más que en la literatura, está atravesada por
una estética de la denuncia. Estética que a veces tiene su efectividad y dice
algo, pero la mayoría de las veces se
convierte en una especie de sobreactuación impostada que termina no diciendo
nada.
Así y todo, es una manera de resolver las
cosas que está a mano y sobre todo,
puede parecer pertinente, cuando en una sociedad como la nuestra, que es o fue
de movilidad social ascendente y que con
la experiencia anarquista primero y peronista después, cuenta con marcas
fuertes de igualitarismo, se habla de una institución que acá resulta arcaica.
Arcaica de una manera mucho más fuerte que en cualquier otro país
latinoamericano. Quiero decir, no es difícil caricaturizar esta institución de
las dependencias y la “servidumbre” (término no habilitado para ser expresado
públicamente en la sociedad igualitaria argentina, del mismo modo que luego del
primer peronismo no se puede decir sirvienta- es una marca, significa algo, es
una buena marca) en una sociedad como la argentina. Y la caricatura vale, creo
yo, cuando las instituciones son muy fuertes, cuando se ridiculiza algo que es
considerado legítimo. Allí hay, si se quiere, potencialidad política.
Este no es el caso. Insisto sobre el
igualitarismo argentino y te voy a contar algo que les suelo contar a los
estudiantes de primer año de socio. Una conocida mía, socióloga boliviana de
clase alta, linda en el sentido más convencional, había concurrido en La Paz a una manifestación de
izquierda (porque además es de izquierda) antes de lo de Evo Morales). Ocurrió,
como suele ocurrir en esos casos, que la manifestación fue reprimida por tropas
antidisturbios. Cuenta mi amiga, que ella corría por las difíciles calles de La Paz , con una pollera ajustada
y tacos aguja y de pronto vio que se acercaba un policía antidisturbios,
blandiendo un palo y directo hacia ella (habían cagado a palos a media
manifestación). Fue en ese momento de peligro que su monitor sociológico le
advirtió que ella además de militante de izquierdas (y sobre todo), era una dama
de la buena sociedad paceña. Entonces se produjo la siguiente escena: ella se
paró de frente al policía, bien vestida, europea, alta, elegante y le dijo:- Ni
se lo ocurra ponerme las manos encima cholo insolente. El policía bajó el palo
y le dijo “Disculpe señora”, luego, se dio vuelta y se retiró hacia otros focos
de conflicto.
Allí las distancias sociales son abismos
y puede ocurrir esto, como que si la ve de noche la mate y la viole: son dos
maneras de confirmar esa distancia. Acá es otra historia y por eso no va la
estética d la denuncia o la caricatura, pero es lo que se tiene más a mano para
estos temas y muchas veces se utiliza. Es cómo decir que los italianos Biolcatti,
Buzzi, Deangelis, son la oligarquía. Hay que criticarlos, pero sabiendo quienes
son ( en este caso son también el ascenso social chacarero que por ahí los hace
más embromados que la antigua oligarquía).
Cómo hablar entonces de una institución
que está, que es residual, pero producto del igualitarismo, se la pone ( valga
la metáfora) bajo la alfombra, eufemizada. Y me respondo: como lo hacés vos,
sin bronca, tranquila, habiéndola vivido en experiencias que suponen entre
otras cosas felicidad infantil y relativa naturalización de algunas situaciones.
Hay algo de una mirada de niña; claro que no es tan niña ahora y entonces la misma descripción tranquila es
reflexiva y sutilmente problematizadora. Pero hay otra cosa más y es el hecho
de que vos lo cuentes. En esta sociedad, si sós blanquita, bien hablada y delicada,
podés dejar tu pasado en una zona, sino de ocultamiento, de alguna ambigüedad.
Eso es lo que hacemos la mayoría de los clases-medias ascendidos, también en
los mundos culturales modernos. No es que vamos a negar nuestros orígenes
tajantemente, pero cuando no es muy mostrable decimos: mis padres son
trabajadores. Y no queremos meternos en los detalles. Ya sé que es medio loco
en esta sociedad en donde el 98% de las clases medias y medias altas con relación con algunas zonas dinámicas de la
cultura tiene al antepasado pobre muy cerca en el árbol genealógico. Si no es
el padre es el abuelo y si no el bisabuelo. Y se acabó. No hay genealogías
nobles en este mundo igualitario y ascendente. Así y todo contar la pobreza
(que a veces puede ser reivindicada cuando se ascendió rápido y mucho) del
algún punto cercano del árbol geneaológico, y sobre todo ciertos detalles, no
es habitual. Menos poner la historia sobre la mesa, de algún modo objetivarla
con tranquilidad y afecto. Eso me conmueve.
Esa es la mejor manera de desnaturalizar
instituciones que de algún u otro modo restringen una idea moderna de la
libertad humana. Y no es fácil producir estas desnaturalizaciones. Habiendo
ocurrido la revolución francesa y todos los procesos derivados de ella, todavía
siguen existiendo y con gran legitimidad sociedades modernas que tienen una
institución que humilla al género humano como es la monarquía. Esta institución
de las dependencias, de servidores y servidos que mantiene relaciones sociales
que expresan formas arcaicas de dominación, sigue dando vueltas de manera
disimulada en este mundo contemporáneo también en sociedades con componentes
igualitarios como la argentina. Quizás esto ultimo es lo que hace que vos
puedas escribir esto con autoridad, pero a la vez con la calma; lo que le da
fuerza al componente absurdo que constituye a estas situaciones. Y por eso tu
texto tiene fuerza cultural y potencia política.
LR
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