lunes, 23 de enero de 2017
Profesor Félix Schuster
Murió un profesor de la Universidad de Buenos Aires. Quizás sea ese el título más honorable con que le hubiese gustado lo mencionaran a Félix Schuster. Para un hombre que hizo de su práctica en distintas aulas y fuera de ellas un ritual de relación productiva con distintas zonas del conocimiento universal, para quien como heredero de la gran tradición de la universidad pública argentina se implicó ocupando altos cargos en su gobierno, para quien- tal como lo recuerdan varias generaciones de estudiantes- ponía en el mismo lugar de interlocutor válido tanto a un principiante de introducción a la filosofía como a un posgraduado, es bastante probable que las otras legítimas distinciones que portaba puedan quedar a un costado a la hora de las caracterizaciones fuertes.
Como otros argentinos de su generación es una de las posibles expresiones del complejo país aluvional. Apenas dos generaciones atrás está el inmigrante que llegó a la colonia judía del oeste de la provincia de Buenos Aires. Las duras tareas del campo para quienes no habían sido antes campesinos no eran obstáculo para frenar una voluntad de integración en donde la educación cumplía un papel fundamental. La colonia Mauricio Hirsch, seguramente como parte del relato familiar, algunos mínimos recuerdos de infancia de una farmacia de su padre en el pueblo de Pehuajó, formaron parte de la memoria intergeneracional que recordaba la relativa movilidad social ascendente facilitada por la existencia de la educación pública. Y quizás no es muy arriesgado suponer que la pasión de Felix Schuster por la enseñanza o, mejor, por la democratización del conocimiento, tenga que ver con una particular apropiación sensible de esa historia de migrantes que está ahí nomás en el árbol genealógico.
En verdad, mi autoridad para sostener estas afirmaciones no se diseña a partir de una larga amistad, ni de mi potencial condición de estudiante de Félix, que lo podría haber sido como varios compañeros generacionales, sino de pequeños encuentros, que no obstante creo tienen una especial significación. Porque quizás hay situaciones, por efímeras que sean, que permiten conocer sin vueltas la sensibilidad del otro. El origen de estos encuentros tiene que ver con una simple y pequeña historia. A fines de los años veinte del siglo XX en la escuela N 1 de Carlos Casares mi madre tuvo como maestra de aquellas que se recuerdan toda la vida, a una tía de Félix. Cuando a través de su hijo Federico le hice saber de estos hilos que nos conectaban- aunque mínimamente- con ese otro tiempo, no hubo ocasión en que nos encontrásemos en la que no tuviésemos una charla sobre ese mundo que tanto él como yo conocíamos solo través de relatos orales del mundo familiar. En cada una de las despedidas de estos encuentros que podían ser en el intermedio de una reunión, en un congreso, o en las aulas de Filosofía y letras o de Ciencias Sociales, Félix me repetía con un afecto que no podía ser más sincero: un saludo afectuoso a tu mamá. El no conocía a mi madre, pero eso no importaba. El afecto era real y tenía que ver con un mundo más imaginado que vivido, pero que irremediablemente forma parte de la historia personal. Y sobre todo creo que había algo de reconstrucción de un pasado que posibilitaba un recuerdo amable y quizás la imaginación de un mismo camino en el recuerdo de la joven hija del colono convertida en maestra que había dejada su marca de educadora transcurridos más de setenta años. De alguna manera nos conectaba una historia casi fundacional de desposeídos inmigrantes de las zonas rurales tradicionales de argentina, de países limítrofes, de la europa pobre y con esperanzas de progreso que llegaban de distintas maneras a la pampa argentina y algunos de ellos ( quizás los de origen más integrado)pudieron hacer coincidir la voluntad de mejoramiento de las condiciones de vida con estructuras educativas extendidas que posibilitaron la realización de esa voluntad. Con toda la complejidad que una mirada aguda del presente encuentra en ellas, esas estructuras educativas tuvieron una arrolladora fuerza democrática.
Yo imagino que en muchos que hicieron ese recorrido intergeneracional hay elementos de una sensibilidad que comprende que no hay esfuerzos individuales que valgan, si no hay deseos colectivos y estructuras que posibiliten su cumplimiento. Y digo una sensibilidad, porque es precisamente eso: una experiencia sensible que puede incorporarse y de hecho lo hace a distintas miradas políticas e ideológicas. Y cuando esa sensibilidad impregna de manera fuerte la biografía personal se transforma en experiencia práctica. De esa manera se manifestaba en Felix Schuster, otorgándole a su práctica de formador un sentido trascendente. Impidiendo que el prestigio se transforme en un obstáculo para el diálogo mano a mano, en la preocupación porque se leyese tal o cual libro; en el acompañamiento minucioso, entonces, de las trayectorias de sus estudiantes.
En momentos en que la educación se intenta convertir en un bien transable, en que la academia oscila entre la burocratización y la pérdida de autonomía transformando la carrera en un fin en sí mismo, es bueno apropiarse de estas sensibilidades, como las que informaron la experiencia práctica de este viejo profesor. Y por supuesto no como un recuerdo nostálgico, sino para imbricarlo con nuestras propias experiencias. En la lucha por la reinvención de la universidad pública habrá que descartar y transformar prácticas, pero sin lugar a dudas que en la construcción de una perspectiva radicalmente democrática en que el alto nivel académico esté guiado por una mirada política que piensa en la propia sociedad, deben incorporarse sensibilidades que confronten con la concepción de cultura como cultura cosa, como instrumento de distinción. Sensibilidades, que propongan una relación vital con el conocimiento, y que conciban entonces la cultura como modus operandi, como instrumento de libertad. Una sensibilidad, en fin, como la que consecuentemente supo actualizar en cada momento de su práctica cotidiana el profesor Felix Schuster.
L.R.
lunes, 16 de enero de 2017
La justicia social en la era de las “políticas de identidad”: redistribución, reconocimiento y participación”
Imágen Sin título Pomarola Talk 2013
Publicado en Apuntes de Investigación Nº 2/3, mayo 1998 Buenos Aires
La justicia social en la era de las “políticas de identidad”[1]: redistribución, reconocimiento y participación”
Traducción:
Ernesto Funes
En el mundo de hoy, los reclamos de justicia
social parecen agruparse crecientemente en dos tipos. Los primeros y más
familiares son los reclamos redistributivos, que buscan un reparto más justo de
recursos y bienes. Los ejemplos incluyen reclamos por redistribución del Norte
hacia el Sur, de los ricos hacia los pobres, o de los propietarios hacia los trabajadores.
A decir verdad, el reciente resurgimiento del pensamiento de libre mercado ha
puesto a la defensiva a los propulsores de la redistribución. A pesar de ello,
los reclamos por una redistribución igualitaria han constituido el caso
paradigmático para la mayor parte de la teoría en torno de la justicia social
en los últimos 150 años.[2]
Hoy sin embargo encontramos cada vez más
frecuentemente un segundo tipo de reclamo de justicia social constituido por
las “políticas del reconocimiento”. En este caso, el objetivo, en su forma más
plausible, es un mundo que acepte las diferencias, en el que la asimilación a
las normas culturales dominantes o de la mayoría ya no sea el precio a pagar
por un respeto equitativo. Los ejemplos incluyen reclamos por el reconocimiento
de las distintas perspectivas de las minorías étnicas, raciales o sexuales, así
como las diferencias de género. Más aún, este tipo de reclamo atrajo
recientemente el interés de los filósofos políticos, algunos de quienes están
tratando de desarrollar un nuevo paradigma de justicia que se centre en el
reconocimiento.
Nos vemos enfrentados entonces a una nueva
constelación. El discurso de la justicia social, otrora centrado en torno de la
distribución, está ahora dividido cada vez más entre los reclamos por
redistribución, por un lado, y los reclamos por reconocimiento, por el otro.
Asimismo, los reclamos por reconocimiento tienden a predominar cada vez más. La
caída del comunismo, el surgimiento de la ideología del libre mercado, el
ascenso de las “políticas de identidad” tanto en sus formas fundamentalistas
como progresistas, todos estos desarrollos han contribuido a desplazar – sino a
extinguir – las políticas de redistribución.
En esta nueva constelación, los dos tipos de
reclamos de justicias se hallan disociados unos de otros tanto intelectual como
prácticamente. En el interior de algunos movimientos sociales, por ejemplo el
feminismo, las tendencias que consideran que la redistribución es el remedio
para eliminar la dominación masculina se han distanciado progresivamente de las
tendencias que, por el contrario, consideran que la solución pasa por el
reconocimiento. Lo mismo se aplica a la academia estadounidense, en la que los
teorizadores del feminismo social y los del feminismo cultural mantienen una
coexistencia incómoda y distanciada. El caso feminista ejemplifica una
tendencia más general en los Estados Unidos (y en otras partes también) a
separar las políticas de la diferencia (en el ámbito de lo cultural) de las
políticas de la igualdad (en el ámbito de lo social).
Más aún, en algunos casos la disociación ha
devenido polarización. Algunos defensores de la redistribución rechazan en
forma categórica las políticas de reconocimiento; conciben los reclamos por el
reconocimiento de la diferencia como “falsa conciencia”, como un obstáculo en
la persecución de la justicia social.[3]
Por el contrario, algunos defensores del reconocimiento celebran el eclipse
relativo de las políticas de redistribución; entienden las políticas
distributivas como parte de un materialismo fuera de moda que no puede
articular ni cambiar las experiencias de injusticia más importantes.[4]
En estos casos, en efecto, se nos presenta una cuestión que se construye como
una alternativa excluyente: ¿redistribución o reconocimiento? ¿Políticas de
clase o políticas de identidad? ¿Multiculturalismo o igualdad social?
Estas son, a mi juicio, antítesis falsas. Mi
tesis general es que la justicia en la actualidad requiere tanto de la
redistribución como del reconocimiento, y ninguno de ellos es suficiente por sí
solo. Tan pronto como uno acepta esta tesis, sin embargo, la pregunta sobre
cómo combinarlos se vuelve primordial. Mi argumento es el siguiente: los
aspectos emancipatorios de estas dos problemáticas deberían ser integrados en
un único marco comprensivo. En teoría, la tarea consiste en desarrrollar una
concepción “bivalente” de la justicia que pueda contener tanto reclamos de
igualdad social como de reconocimiento de la diferencia que resulten
defendibles. En la práctica, la tarea consiste en diseñar una orientación
política programática que integre lo mejor de las políticas de redistribución
con lo mejor de las políticas de reconocimiento.
Desarrollaré mi argumento en tres etapas.
Primero, me propongo bosquejar los puntos centrales de contraste entre los dos
paradigmas políticos, tal como son comprendidos actualmente. En segundo lugar,
problematizaré la actual disociación del uno respecto del otro, introduciendo
un caso de injusticia que no puede ser solucionado por ninguno de ellos por
separado, sino que requiere de su integración. Finalmente, consideraré algunas
cuestiones filosófico-normativas que aparecen cuando consideramos la
integración de la redistribución y el reconocimiento en un mismo marco
comprensivo.
¿Redistribución
o reconocimiento?
Anatomía de una antítesis falsa
Comienzo por una cuestión terminológica: el
paradigma de la redistribución, a mi entender, contiene no sólo orientaciones
centradas en la clase tales como el liberalismo del New Deal, la social democracia y el socialismo, sino también
aquellas formas del feminismo y del antirracismo que consideran que la
transformación o a la reforma socioeconómica constituyen el remedio para la
injusticia de género y racial-étnica. Por lo tanto, adopta un alcance más amplio
que las políticas de clase en su sentido convencional. El paradigma del
reconocimiento, por el contrario, comprende no sólo movimientos orientados a
revalorizar las identidades injustamente devaluadas – por ejemplo, el feminismo
cultural, en nacionalismo cultural negro y las políticas gay de identidad –
sino también las tendencias deconstructivas como las queer politics[5],
las políticas de “raza” de contenido crítico y el feminismo deconstructivo, que
rechazan el “esencialismo” de las políticas de identidad tradicionales. sí,
esta visión es más amplia que las políticas de identidad en su sentido
convencional.
En general, entonces, rechazo la presunción
familiar acerca de que el paradigma de la redistribución centra su atención en
injusticias que caracteriza como socioeconómicas y que presume están enraizadas
en la estructura económica de la sociedad. Los ejemplos incluyen la
explotación, las privaciones y la marginación económica. El paradigma del
reconocimiento, por el contrario, entiende las injusticias en términos
culturales, lo que presupone su enraizamiento en patrones culturales de valor
institucionalizados en el orden estamental. Los ejemplos incluyen la dominación
cultural, el no-reconocimiento y la falta de respeto.
Segundo, los dos enfoques proponen diferentes
tipos de remedios para la injusticia. En el paradigma de la redistribución, el
remedio para la injusticia es algún tipo de reestructuración económica. Esta
podría comprender la redistribución del ingreso, la reorganización de la
división del trabajo o la transformación de otras estructuras económicas
básicas. A pesar de que estos remedios difieren sustancialmente unos de otros,
me referiré a ellos por el término genérico de “redistribución”. En el
paradigma del reconocimiento, por el contrario, el remedio para la injusticia
lo constituye alguna forma de cambio cultural o simbólico. Este podría
involucrar una revalorización ascendente de las identidades menospreciadas, una
valorización positiva de la diversidad cultural o una deconstrucción de las
jerarquías de valor de modo tal de modificar las identidades de todos. A pesar
de que esto remedios también difieren sustancialmente unos de otros, me
referiré al conjunto de ellos con el término genérico de “reconocimiento”.
Tercero, los dos paradigmas presuponen
diferentes concepciones de las colectividades que sufren injusticias. En el
paradigma de la redistribución, los sujetos colectivos de la injusticia son
clases o colectividades cuasi clasísticas, definidas económicamente por una
relación distintiva con la estructura económica de la sociedad. El ejemplo
clásico en el paradigma marxista es la clase trabajadora explotada.[6]
No obstante, esta concepción también puede abarcar otros casos, por ejemplo,
grupos radicalizados que pueden definirse económicamente, digamos, como una
“infraclase”[7],
excluidos en gran medida del trabajo asalariado continuo y considerados
superfluos e indignos de ser explotados. Cuando la noción de economía se amplía
de tal manera que comprende el trabajo no asalariado, entonces incluso los
grupos categorizados como de género quedan comprendidos dentro de él.
Finalmente, también están incluidos los agrupamientos de definición compleja
que aparecen cuando teorizamos la economía política en términos de la
intersección de clase, “raza” y género.
En el paradigma del reconocimiento, por el
contrario, las víctimas de las injusticias son más del tipo de los grupos de
estatus weberianos que de las clases en el sentido marxista. Estas víctimas no
se definen en términos de las relaciones de producción, sino, sobre todo, de
las relaciones de reconocimiento; se distinguen por el prestigio, el honor y la
estima menor de los que gozan en relación con otros grupos que conforman la
sociedad. El clásico ejemplo en el paradigma weberiano es el grupo étnico de
baja condición, cuyos miembros son
señalados como diferentes y menos dignos por los patrones culturales de
interpreatción y valoración dominantes. No obstante, esta concepción también
abarca otros casos. Hoy en día las políticas de reconocimiento se han extendido
a gays y lesbianas, cuya sexualidad se interpreta como desviada y desvalorizada
en la cultura dominante; a los grupos racializados, señalados como diferentes y
de menor jerarquía; y a la smujeres, quienes son trivializadas, objetivizadas
sexualmente y menospreciadas en miles de formas. Finalmente, este concepto ha
sido extendido hasta abarcar la complejidad de asociaciones que resultan de
teorizar las relaciones de reconocimiento en términos de “raza”, genero y
sexualidad simultáneamente, como codigos culturales que se intersecan.
Se sigue de este razonamiento – y este es el
cuarto punto – que los dos enfoques presuponen distintas formas de entender las
diferencias grupales. El paradigma de la redistribución trata tales diferneicas
como diferenciales injustos que deben ser abolidos. El paradigma de
reconocimiento, en cambio, trata a las difernecias ya sea como variaciones
culturales que deberían celbrarse o como oposiciones jerárquics construidas
discursivamente que deberían deconstruirse.
Crecientemente, y tal como señalé desde el
comienzo, los paradigmas de la redistribución y del reconocimiento se
consideran como alternativas mutuamente excluyentes. lgunos defensores del
primero rechazan las “políticas de identidad” por consdierarlas una distracción
contraproducente respecto de los problemas económicos reales, argumentando, en
efecto, que “es la economía, estúpido”.[8]
Alternativamente, algunos defensores de las políticas de reconocimiento
rechazan las políticas de redistribución ciegas a la diferencia por
asimilacionistas, argumentando en efecto que “es la cultura, estúpido”.[9]
Sin embargo, esta es una antítesis falsa.
Clases
explotadas, sexualidades menoscabadas y colectividades bivalentes:
una crítica de la justicia trunca
Imaginemos un espectro conceptual de diferentes
tipos de colectividades sociales. En un extremo se encuentran las formas de
colectividad que se ajustan al paradigma de la redistribución. En el otro
extremo están los tipos de colectividad que se ajustan al paradigma del
reconocimiento. En el medio están los casos que revisten cierta dificultad
porque se ajustan a los dos paradigmas simultáneamente.[10]
Consideremos primero el extremo
redistribucionista del espectro. En éste encontramos una forma típico-ideal de
colectividad cuya existencia está enteramente enraizada en la economía política
de la sociedad y no en su orden estamental. Así, todo tipo de injusticia
estructural que sufran sus miembros podrá rastrearse, en última instancia,
hasta la economía política. La raíz de la injusticia, así como su núcleo, será
la mala distribución socioeconómica, mientras que toda injusticia cultural
concomitante se derivará, en última instancia, de dicha raíz económica. En el
fondo, por lo tanto, el remedio requerido para corregir la injusticia habrá de
ser la redistribución político-económica, en lugar del reconocimiento cultural.
Un ejemplo que parece aproximarse a este modelo
típico-ideal es el proletariado explotado, tal como lo entiende el marxismo
ortodoxo y economicista. En esta concepción la diferenciación de clase es un
artefacto de una política económica injusta, y la injusticia es en el fondo una
cuestión de distribución. Los hombros del proletariado deben soportar una
proción indebida de las cargas sociales mientras que se les niega una porción
justa de los beneficios del sistema. En verdad, sus miembros también sufren
injusticias culturales muy serias, los “invisibles (y no tan invisibles)
agravios de clase”.[11]
Pero lejos de estar directamente enraizadas en un orden estamental
autónomamente injusto, dichas injusticias derivan de la economía política en la
medida en que proliferan las ideologías de la inferioridad de clase para
justificar la explotación. El remedio, en consecuencia, es la redistribución,
no el reconocimeinto. Lo último que el proletariado necesita es el
reconocimiento de su diferencia. Por el contrario, la única forma de remediar
la injusticia es reestructurar la política económica de modo tal que ésta
elimine al proletariado como grupo distintivo.[12]
Ahora consideremos el otro extremo del espectro
conceptual. En éste planteemos una forma típico-ideal de colectividad que se
ajuste al paradigma del reconocimiento. Una colectividad de este tipo está
enraizada enteramente en el orden estamental, como opuesto a la estructura
económica de la sociedad. Así, todas las injusticias estructurales que sufran
sus miembros podrán ser rastreadas, en última instancia, hasta el ámbito de los
patrones culturales de valor reinantes. La raíz de la injusticia, así como su
núcleo, será el des-conocimiento cultural, al tiempo que todas las pretendidas
injusticias económicas habrán de derivarse, en última instancia, de tal ráiz.
El remedio requerido para reparar la injusticias será el reconocimiento
cultural, y no la redistribución político-económica.
Un ejemplo que parece aproximarse a este tipo
ideal es la sexualidad menoscabada, entendida en términos del concepto
weberiano de estatus. Desde esta perspectiva, la diferenciación sexual está
enraizada en patrones de valor cultural institucionalizados. Por otra parte, la
injusticia del heterosxismo es en el fondo una cuestión de reconocimiento: las
normas que privilegian la heterosexualidad están institucionalizadas en la ley,
la medicina, las políticas sociales y los patrnes informales de la interacción
social. De resultas de ello, los gays y las lesbianas sufren agravios
específicos a su condición sexual, incluyendo la denigración y la agresión, la
exclusión de los derechos y los privilegios del matrimonio y la
paternidad/maternidad, las restricciones en sus derechos de expresión y
asociación, la ausencia de autonmía sxual, la degradación estereotípica de su
imagen en los medios, el acoso sexual y el desprecio en la vida cotidiana, así
como la negación de todos sus derechos legales y de sus protecciones
equitativas.
Estos agravios son injusticias de
reconocimiento. En verdad, los gays y las lesbians también sufren graves
injusticias económicas: pueden ser sumariamente separados del trabajo y se les
niegan los beneficios del bienestar social fundados en la familia. No obstante,
lejos de estar directamente enraizados en la estructura económica, por el
contrario, estos perjuicios derivan de la institucionalización de un patrón
injusto de interpretación y valoración cultural. El remedio para la injusticia,
por consiguiente, es el reconocimiento, no la redistribución. Para superar la
homofobia y el heterosexismo es necesario modificar los patrones culturales de
valor institucionalizdos que privilegian la heterosexualidad y niegan el
respeto equitativo a los gays y las lesbianas.
De este modo, los problemas han sido planteados
correctamente en ls dos extremos de nuestro espectro conceptual. Cuando
tratamos con colectividades que se aproximan al tipo ideal de la clase
trabajadora explotada, nos enfrentamos con injusticias distributivas que
requieren remedios distributivos. Lo que se requiere es distribución. Cuando
tratmos con coelctividades que se aproximan al tipo idal de la sexualidad
menoscabada, por el contrario, nos enfrentamos a injusticias de des-reconocimiento
que requieren remedios de reconocimiento. Lo que se necesita en estos casos es reconocimiento.
Las cosas se vuelven más oscuras, sin embargo,
una vez que nos apartamos de los extremos, cuando planteamos un tipo de
colectividad que se localiza en el medio del espectro conceptual. Nos
enfrentamos aquí con una forma híbrida, que combina rasgos de la clase
explotada con rasgos de la sexualidad menoscabada. Llamaré a tal colectividad
una colectividad “bivalente”. Lo que la diferencia como colectividad son tanto
la estructura económica como el orden estamental de la sociedad. Cuando sea
subordinada u oprimida, por ende, sufrirá injusticias que podrán rastrearse
hasta la política económica y la cultura simultáneamente. Las colectividades
bivalentes, en suma, pueden sufrir tanto de mala distribución socioeconómica
como de des-reconocimiento sociocultural, de
manera tal que ninguna de estas injusticias es un efecto indirecto de la otra,
sino que ambas son primarias y co-originarias. En estos casos, ni las
políticas de redistribución ni las de reconocimiento por sí solas habrán de
bastar. Las colectividades bivalentes requieren de ambas a la vez.
Yo sostengo que el género es una colectividad
bivalente: ni simplemente una clase, ni simplemente un grupo estamental, sino
más bien un híbrido o una categoría que contiene rasgos de ambos tipos.
enraizado simultáneamente en la estructura económica y en el orden estamental
de la sociedad, el sexismo implica tanto una mala distribución como un
des-reconocimiento. En la economía oficial, el género organiza la división
estructural en “trabajos masculinos” y “trabajos femeninos”, al tiempo que
también organiza la división aún más profunda entre trabajo pago e impago. Como
resultado de ello, la estructura económica genera formas género-específicas de
mala distribución que sólo pueden ser remediadas con una política de
redistribución. Mientras tanto, en el orden estamental, el atrincheramiento de
normas androcéntricas privilegia rasgos asociados con la masculinidad, en tanto
que desacredita todo aquello codificado como “femenino”, paradigmáticamente –
pero no sólo – mujeres. Como resultado de esto, no sólo las mujeres, sino todos
los grupos de baja condición estamental, corren el riesgo de ser feminizados y,
de este modo, degradados.
Al estar profundamente institucionalizados,
estos patrones de valor androcéntricos generan agravios de estatus
genérico-específicos, incluyendo la agresión sexual, la violencia doméstica, el
estereotipo mediático, el acoso sexual y la denegación de plenos derechos
legales y protecciones equitativas; daños que sólo pueden ser remediados por el
reconocimiento. Más aún, ninguna de estas dos dimensiones del sexismo es
enteramente un efecto indirecto de la otra. Ninguna puede ser corregida indirectamente
por medio de remedios orientados exclusivamente a resolver la otra.
El carácter bivalente del género arrasa con la
idea de una alternativa excluyente entre el paradigma de la redistribución y el
paradigma del reconocimiento. Aquí tenemos un eje en la injusticia que es un
compuesto tanto del estatus como de la clase; que abarca tanto injusticias de
mala distribución como de des-reconocimiento, cuyo rasgo distintivo es un
compuesto de diferenciales económicos y de distinciones construidas culturalmente.
Para remeidar la injusticia de género, por lo tanto, es necesario un enfoque
que contemple tanto la redistribución como el reconocimiento.
Asimismo, el género no es inusual en este
aspecto. La “raza” también es una modalidad bivalente de colectividad, un
compuesto de estatus y clase. Enraizadas simultáneamente en la estructura
económica y en el orden estamental de la sociedad, las injusticias del racismo
incluyen tanto la mala distribución como el des-reconocimiento. En lo
económico, la “raza” organiza divisiones estructurales entre trabajos pagos
serviles y no serviles, por un lado, y entre fuerza de trabajo explotable y
“superflua”, por el otro. De resultas de lo cual la structura económica genera
formas racialmente specífivas de mala distribución que sólo pueden ser
remediadas con un apolítica de redistribución. Al mismo tiempo, en el orden
estamental el atrincheramiento de normas racistas y eurocéntricas privilegia
rasgos asociados con la “condición blanca”, mientras que estigmatiza todo
aquello codificado como “negro”, “moreno” y “amarillo”, paradigmáticamente –
pero no sólo – gente de color. Cuando están profundamente institucionalizadas,
las normas racistas y eurocéntricas generan agravios de estatus
racial-específicos, tales como la violencia policial, el estereotipo mediático
y el hostigamiento en la vida cotidiana, que sólo pueden ser remediados por una
política de reconocimiento. Superar las injusticias del racismo, en suma,
requiere tanto de la redistribución como del reconocimiento. Ninguno de ellos
resultará suficiente por sí solo.
Probablemente, , a pesar de mi anterior
exposición, la clase puede comprenderse mejor si se la considera como
bivalente. El tipo ideal economicista que invoqué con fines heurísticos vela la
complejidad de las clases en el mundo real. A decir verdad, la causa última de
la injusticia social es la estructura económica de la sociedad capitalista.[13]
Sin embargo, los perjuicios resultantes incluyen tanto el des-reconocimiento
como la mala distribución, y los daños culturales que se originan como
resultado de la estructura económica pueden haber cobrado vida propia. Más aún,
si no se le presta atención, el des-reconocimiento de clase puede obstaculizar
la capacidad de movilización contra la mala distribución. Hoy en día, la
consturcción de un apoyo amplio para la transformación económica puede requerir
primero el cuestionamiento a las actitudes culturales que menoscaban a la gente
pocbre y a los trabajadores, por ejemplo, las ideologías de la “cultura de la
pobreza” que sugieren que los pobres se merecen lo que les toca. Así, una
política de reconocimiento de clase podría llegar a ser necesaria, tanto en sí
misma como apra poner en marcha una política de redistribución.[14]
¿Y
qué, entonces, de la sexualidad? ¿Es también una categoría bivalente? Aquí
también el tipo ideal que esbocé anteriormente con fines heurísticos es
inadecuado para las complejidades del mundo real. En verdad, la causa última de
la injusticia heterosexista es el orden estamental, no la estructura económica
de la sociedad capitalista.[15]
No obstante,
los agravios que resultan de ella incluyen tanto la mala distribución como el
des-reconocimiento, y los perjuicios económicos que se originan como resultado
del orden estamental tienen un innegable peso propio. Más aún, si se los deja
hacer, pueden obstaculizar la capacidad
de movilizarse en contra del des-reconocimiento, desde que cualquiera que defienda abiertamente los
derechos homosexuales puede ser tildado
de gay y discriminado impunemente. En la atmósfera actual, puede ser más
fácil desafiar las inequidades distributivas con las que se enfrentan los gays
y las lesbianas que confrontar las ansiedades estamentales profundamente
instaladas que alimentan la homofobia.[16]
Así, una política de redistribución sexual puede ser necesaria tanto por sí
misma como para poner en marcha una
política de reconocimiento sexual.
En
términos prácticos, entonces, virtualmente todos los ejes de la injusticia en
el mundo real son bivalentes. Virtualmente todos ellos perpetran tanto mala
distribución como des-reconocimiento, de tal forma que cada una de estas
injusticias tiene algún peso propio, al margen de cuáles fueran sus raíces
últimas. En verdad, no todos los ejes de la opresión son bivalentes del mismo
modo, ni en el mismo grado. Algunos, como la clase, se inclinan más fuertemente
hacia el extremo distributivo del espectro; otros, como la sexualidad, se
inclinan más hacia el extremo del reconocimiento; mientras que otros, tales
como el género y la “raza”, se agrupan en torno al centro. A pesar de ello,
virtualmente en todos los casos los perjuicios de los que estamos hablando
comprenden tanto mala distribución como des-reconocimiento, en forma que
ninguna de estas injusticias puede ser
reparada enteramente de manera indirecta, sino que cada una de ellas requiere algún grado de
atención práctica. Desde un punto de vista pragmático, entonces, superar la
injusticia requiere virtualmente en todos los casos de la redistribución y del
reconocimiento.
La necesidad de un enfoque a dos
puntas de este tipo se vuelve más imperioso aún tan pronto como dejamos de
considerar los ejes de la injusticia por separado y comenzamos, por el
contrario, a considerarlos juntos, como mutuamente entrecruzados. Por ejemplo,
cualquier persona que sea al mismo tiempo gay y miembro de la clase trabajadora
va a necesitar tanto de la redistribución como del reconocimiento,
independientemente de cómo entendamos cada una de estas categorías tomadas
separadamente. Vistas las cosas de este modo, virtualmente todo individuo que
sufre injusticias necesita integrar estos dos tipos de reclamos. Más aún, así
le ocurrirá a cualquier persona que se preocupe por la justicia social,
independientemente de su propia localización social. En general, entonces, uno
debería rechazar completamente la construcción del reconocimiento y la
redistribución como paradigmas mutuamente excluyentes. El objetivo debería ser,
más bien, desarrollar un único paradigma comprensivo que pueda contener los
reclamos legítimos de ambos.
3-
Cuestiones filosófico normativas:
para una
teoría bivalente de la justicia
¿Cómo
podemos, entonces, desarrollar un único paradigma comprensivo de la justicia
social? En lo que queda de este trabajo voy a considerar tres cuestiones
filosóficas que surgen una vez que consideramos la integración de la
redistribución y del reconocimiento en un único paradigma conceptual. Primero,
¿es el reconocimiento realmente una cuestión de justicia o es una cuestión de
auto-realización? Segundo, ¿constituyen la justicia distributiva y el
reconocimiento dos paradigmas normativos distintos, sui generis, o puede uno de ellos ser subsumido en el otro?
Tercero, ¿exige la justicia el reconocimiento de lo que distingue a los
individuos o grupos, o es suficiente el reconocimiento de nuestra común humanidad?
¿Justicia
o auto-realización?
Acerca
de la primera cuestión, dos grandes teóricos, Charles Taylor y Axel Honneth,
entienden el reconocimiento como una cuestión de auto-realización. A diferencia
de ellos, sin embargo, yo propongo tratarlo como una cuestión de justicia. Así,
uno no debería responder la pregunta “qué tiene de malo el des-reconocimiento”
haciendo referencia a una teoría densa del bien, como lo hace Taylor;[17]
ni seguir a Honneth y apelar a una “concepción formal de la vida ética” apoyada
en una consideración de las “condiciones intersubjetivas” para una “relación
práctica no distorsionada consigo mismo”.[18] Uno debería decir, más bien, que es injusto
que a algunos individuos y grupos se les
niegue el estatus de plenos participantes en la interacción social, simplemente
como consecuencia de patrones institucionalizados de valor cultural en cuya
construcción ellos no han participado igualitariamente y que desprecian sus
características distintivas o las características distintivas que les asignan.
Esta
explicación ofrece varias ventajas. Primero, permite justificar los reclamos de
reconocimiento como moralmente vinculantes bajo las condiciones modernas de un
pluralismo de valores.[19]
Bajo estas condiciones, no hay una única concepción de la auto-realización o
del bien que sea compartida universalmente, ni ninguna que pueda ser establecida como la autorizada. De este modo,
todo intento de justificar reclamos de reconocimiento que apele a una
consideración de la auto-realización o del bien, tiene necesariamente que ser
sectario. Ningún enfoque de este tipo puede establecer tales reclamos como
normativamente vinculantes para aquellos que no comparten dicha concepción
teórica del valor ético. Ninguno justifica los reclamos de reconocimiento en
términos que puedan ser aceptados por todos aquellos a quienes esos reclamos
pretenden comprometer.
A
diferencia de tales abordajes, el desarrollo propuesto aquí es deontológico y
no sectario. Abrazando el espíritu de la “libertad subjetiva”que es el sello
distintivo de la modernidad, este enfoque acepta que son los individuos y
grupos los que tienen que definir por sí mismos lo que ellos consideran que es
una vida buena y proyectar por sí mismos el camino para alcanzarla dentro de
los límites que aseguren tal libertad para los otros. Así, la interpretación
propuesta apela a una concepción de la
auto-realización o del bien pero, sobre todo, a una concepción de la
justicia que pueda ser aceptada por personas con concepciones divergentes del
bien. Desde este punto de vista, lo que convierte al des-reconocimiento en
moralmente erróneo o equivocado es que les niega a algunos individuos y grupos
la posibilidad de participar a la par de los otros en la interacción social. La
norma de la paridad participativa invocada
aquí es no-sectaria en el sentido requerido. Puede justificar que los reclamos
de reconocimiento sean normativamente vinculantes para todos aquellos que
acuerden mantener términos justos de interacción bajo las condiciones del
pluralismo de valores.
Tratar
el reconocimiento como una cuestión de justicia tiene, a su vez, una segunda
ventaja: que concibe el des-reconocimiento como un agravio de estatus, cuyo ámbito son las relaciones sociales, no la
psicología individual. Desde este punto de vista, ser des-reconocido no es
simplemente que se piense mal de uno, que se le mire con desdén o que se lo
desvalorice en las actitudes conscientes o en las creencias de los demás. Es
más bien que se le niegue a alguien el estatus de pleno participante en la
interacción social y se le impida la participación como un par en la vida
social como consecuencia de patrones institucionalizados
de valor cultural que lo constituyen, comparativamente, como indigno de
respeto o estima. Cuando tales patrones de falta de respeto y de desestimación
están institucionalizados, obstaculizan la paridad de participación, del mismo
modo en que, seguramente, lo hacen las inequidades distributivas.
Al
evitar la psicologización, por ende, el enfoque de la justicia elude las
dificultades de las que están plagados los abordajes rivales. Cuando el
des-reconocimiento se identifica con distorsiones internas en la estructura de
la auto-conciencia del oprimido, se está a sólo un paso de acusar a la víctima,
desde que se añade el insulto al agravio[20].
Por el contrario, cuando el des-reconocimiento es equiparado con el prejuicio
instalado en la mente de los opresores, superarlo parece requerir la vigilancia
de las creencias, un enfoque autoritario. Desde el punto de vista de la
justicia, en cambio, el des-reconocimiento es una cuestión que se relaciona con
los impedimentos manifiestos
externamente y verificables públicamente para que algunas personas puedan ser
consideradas miembros plenos de la sociedad. Tales ordenamientos son moralmente
indefendibles, distorsionen o no la subjetividad de los oprimidos. De acuerdo
con este razonamiento, para superar el des-reconocimiento es necesario cambiar
las instituciones y las prácticas sociales. Más específicamente, requiere
cambiar las interpretaciones institucionalizadas y las normas que crean clases
de personas desvalorizadas, a quienes se impide alcanzar la paridad
participativa.
Finalmente, considerar el reconocimiento
desde el punto de vista de la justicia evita la visión de que cada quien tiene
igual derecho a la estima social. Esta visión, por supuesto, es insostenible, puesto que le quita todo
sentido a la noción de estima, aunque parece ser la visión que se deriva de por
lo menos una explicación del reconocimiento en términos de auto-realización,
que ha sido muy influyente. En el enfoque de Honneth, la estima social se
encuentra entre “las condiciones intersubjetivas para la formación de una
identidad no distorsionada”, que la moral, se supone, debe proteger. Se sigue
de esto que toda persona es moralmente merecedora de estima social. La definición del reconocimiento propuesta
aquí, por el contrario, no implica tal reductio
ad absurdum. Lo que sí conlleva
es que cada quien tiene igual derecho a perseguir el logro de la estima social
bajo condiciones justas de igualdad de oportunidades. Tales condiciones no
rigen cuando, por ejemplo, los patrones institucionalizados de interpretación
degradan de manera generalizada la femineidad, la “no blancura”, la
homosexualidad, y a todos aquellos culturalmente asociados con ellos. Cuando
este es el caso, las mujeres y/o las personas de color y/o los gays y lesbianas
enfrentan obstáculos en su procura de estima que otros no encuentran. De la
misma manera, todo el mundo, incluso los hombres blancos heterosexuales,
encuentran mayores obstáculos si optan por emprender proyectos y cultivar
relaciones que están codificadas culturalmente como femeninos, homosexuales o
“no blancos”.
Por
todas estas razones, es mejor entender el reconocimiento como una cuestión de
justicia que como una cuestión de auto-realización. Pero, ¿qué puede concluirse
de esto para avanzar hacia una teoría de la justicia?
La
justicia como paridad participativa:
una
concepción bivalente
¿Podemos concluir, pasando a
la segunda cuestión, que la distribución y el reconocimiento constituyen dos
concepciones distintas, sui generis,
de la justicia, o puede reducirse cada una a la otra? La cuestión de la
reducción debe ser considerada desde dos aspectos diferentes. Por un lado, si
las teorías estándar de la justicia distributiva pueden subsumir adecuadamente
problemas de reconocimiento. Desde mi punto de vista, la respuesta es no. En
verdad, muchas teorías distributivas aprecian la importancia del estatus por
encima del bienestar material y buscan acomodarlo en sus explicaciones.[21]
No obstante, los resultados no son enteramente satisfactorios. Muchos de estos
teóricos asumen una explicación reduccionista y económico-legalista del
estatus, suponiendo que una justa
distribución de recursos y derechos es suficiente para eliminar el
des-reconocimiento. Sin embargo, de hecho, no todo des-reconocimiento es
producto de la mala distribución, ni tampoco de la mala distribución más la discriminación
legal. Como caso testigo, tenemos al banquero afroamericano de Wall Steet que
no puede conseguir un taxi que lo lleve. Para tratar con tales casos, una
teoría de la justicia debe ir más allá de la distribución de derechos y bienes
para examinar los patrones de valor cultural. Ella debe considerar si los
patrones culturales institucionalizados de interpretación y de valoración
impiden la paridad de participación en la vida social.[22]
¿Qué
ocurre, entonces, con el otro lado de la cuestión? ¿Pueden las teorías del
reconocimiento existentes subsumir adecuadamente los problemas de distribución?
Aquí también sostengo que la respuesta es no. Si bien es cierto que algunos teóricos del reconocimiento valoran
la importancia de la igualdad económica y buscan darle lugar en sus
explicaciones, una vez más, tampoco aquí los resultados son enteramente
satisfactorios. Axel Honneth, por ejemplo, reivindica una visión culturalista y
reduccionista de la distribución. Suponiendo que las desigualdades económicas están
enraizadas en un orden cultural que privilegia algunos tipos de trabajos por
sobre otros, presupone que cambiar el orden cultural es suficiente para
eliminar la mala distribución.[23]
Sin embargo, de hecho, no toda mala distribución es consecuencia del des-reconocimiento.
Como caso testigo de ello tenemos el del trabajador industrial de piel
blanca que se convierte en un desocupado
debido a un cierre de fábrica que resulta de una fusión especulativa de dos
corporaciones. En ese caso la injusticia de la mala distribución tiene poco que
ver con el des-reconocimiento; es más bien una consecuencia de imperativos
intrínsecos a un orden de relaciones económicas especializadas cuya razón de
ser es la acumulación de ganancias. Para manejar estos casos, una teoría de la
justicia debe ir más allá de los patrones culturales de valor para examinar la
estructura del capitalismo. Debe considerar si los mecanismos económicos que
están relativamente desacoplados de los patrones de valor cultural y que operan
de un modo relativamente impersonal pueden impedir la paridad de participación
en la vida social.
En
general, entonces, ni los teóricos de la distribución ni los del reconocimiento
han tenido demasiado éxito en subsumir adecuadamente los intereses del otro.
Por otra parte, en ausencia de una reducción operativa, las subsunciones
puramente verbales son de poco uso. Es poco lo que se gana al insistir, desde
una perspectiva semántica, en que, por ejemplo, el reconocimiento también es un
bien a ser distribuido; ni, a la inversa, al sostener que por definición todo
patrón distributivo expresa una matriz subyacente de reconocimiento. En ambos
casos, el resultado es una tautología. El primer argumento convierte, por
definición, a todo reconocimiento en distribución, mientras que el segundo
meramente afirma lo contrario. En ningún caso se logra un progreso tangible en
la resolución de los problemas señalados anteriormente.
¿Qué
abordaje normativo les queda a aquellos que buscan integrar distribución y
reconocimiento? En lugar de apoyar cada uno de estos paradigmas de la justicia
excluyendo al otro, se debería adoptar lo que yo llamo una concepción
“bivalente” de la justicia. Tal concepción comprende tanto distribución como
reconocimiento, sin reducir ninguno de
ellos al otro. Así, ella no trata al reconocimiento como un bien a ser
distribuido, ni a la distribución como una expresión de reconocimiento. Más
bien, una concepción bivalente trata a la distribución y al reconocimiento como
distintas perspectivas acerca de la justicia y como dimensiones de ésta,
mientras que, al mismo tiempo, contiene ambos enfoques dentro de una estructura
más amplia y comprensiva que lo usual.
Como
ya lo he mencionado varias veces, el núcleo normativo de mi concepción es la
idea de paridad de participación. De
acuerdo con esta norma, la justicia requiere de arreglos sociales que permitan
a todos los miembros (adultos) de la
sociedad interactuar entre sí como pares. Para que la paridad participativa sea
posible, sostengo que es necesario, pero no suficiente, establecer formas
estándar de igualdad legal formal. Además de este requerimiento, deben ser
satisfechas por lo menos dos condiciones adicionales.[24]
Primero, la distribución de recursos materiales debe ser tal que asegure la
independencia y la “voz” de los
participantes. A esto yo lo llamo la precondición “objetiva” de la paridad
participativa. Esta excluye las formas y los niveles de inequidad material y de
dependencia económica que impiden la paridad de participación. Quedan afuera,
por lo tanto, los arreglos sociales que institucionalizan la privación, la
explotación, y las grandes disparidades de riqueza, ingreso y tiempo libre,
negándoles así a algunas personas los medios y las oportunidades de interactuar
con otros como pares.[25]
A
la segunda condición adicional para la paridad participativa, por el contrario,
la llamo “intersubjetiva”. Ésta requiere que los patrones culturales
institucionalizados de interpretación y valoración expresen igual respeto por
todos los participantes y aseguren la igualdad de oportunidades para alcanzar
la estima social. Esta condición excluye los patrones culturales que
sistemáticamente desvalorizan a algunas categorías de personas y las cualidades
asociadas con ellos. Deja afuera, por lo tanto, los patrones interpretativos
institucionalizados que les niegan a ciertas personas la posibilidad de
interactuar con otros como pares, ya sea
por cargarlos con una “diferencia” adscripta excesiva respecto de otros,
o por no reconocer sus cualidades distintivas.
Tanto
la precondición objetiva como la intersubjetiva son necesarias para la paridad
participativa, y ninguna es suficiente sin la otra. La condición objetiva trae
a la luz cuestiones tradicionalmente asociadas con la teoría de la justicia distributiva, especialmente
cuestiones pertinentes a la estructura económica de la sociedad y a las
diferenciaciones de clase económicamente
definidas. La precondición intersubjetiva ilumina cuestiones recientemente
señaladas por la filosofía del reconocimiento, especialmente aquellas atinentes
al orden estamental de la sociedad y a las jerarquías de estatus
definidasculturalmente. Allí donde la condición objetiva no se cumple, el
remedio es la distribución. Allí donde la condición intersubjetiva no se
cumple, el remedio es el reconocimiento. Así, una concepción bivalente de la
justicia orientada hacia la norma de la paridad participativa comprende tanto
la redistribución como el reconocimiento, sin reducir ninguno de ellos al otro.
¿Reconociendo
la distintividad?
Un enfoque pragmático
Esto
nos lleva a la tercera cuestión: ¿requiere la justicia del reconocimiento de lo
que distingue a individuos o grupos, por encima del reconocimiento de nuestra
común condición humana? Es importante señalar aquí que la paridad participativa
es una norma universalista en dos sentidos . Primero, porque abarca a todos los
participantes (adultos) en la interacción, y segundo, porque presupone el valor
moral idéntico de los seres humanos. No obstante, el universalismo moral, en
estos sentidos, deja abierta aún la cuestión acerca de si el reconocimiento de
las cualidades distintivas (distinctiveness)
individuales o grupales podría ser uno de los requisitos de la justicia para
que se cumpliera la condición intersubjetiva de la paridad participativa.
¿Cómo
podríamos responder a esta pregunta? Muchos teóricos apelan a un argumento
filosófico a priori. Algunos buscan
mostrar que la justicia nunca puede requerir el reconocimiento de la
diferencia; otros, demostrar que siempre debe hacerlo así. Sin embargo, a
diferencia de ambos grupos, yo propongo abordar la cuestión en el espíritu del
pragmatismo. Así, uno no debería responder a la pregunta “¿requiere la justicia
del reconocimiento de las cualidades distintivas?” por medio de un enfoque a priori acerca de qué tipo de
reconocimiento es necesario siempre y en todos los casos. Más bien, uno debería
decir que la(s) forma(s) de reconocimiento que la justicia requiere en un caso
dado depende(n) de la(s) forma(s) del des-reconocimiento a ser enmendado. En
los casos en los que el des-reconocimiento significa una negación de la común
humanidad de algunos participantes, el remedio es un reconocimiento
universalista. Por el contrario, en los casos en los que el des-reconocimiento
conlleva una denegación de las cualidades distintivas de algunos participantes,
el remedio podría ser el
reconocimiento de la diferencia.[26]
En cada caso, el remedio debería ser considerado a la medida del daño. Así, el
foco de atención debería estar en qué tipo de reconocimiento es necesario para
superar los obstáculos específicos existentes para alcanzar la paridad
participativa.
Este
abordaje pragmático tiene muchas ventajas importantes. Primero, evita el punto
de vista apriorístico sostenido por muchos teóricos distributivos de que el
reconocimiento es universalista per se.
Tales teóricos equiparan el reconocimiento con el respeto equitativo que se le
debe a todas las personas en virtud de su “igual valor moral”. Lo que es
reconocido desde esta visión es lo que todas las personas comparten:
usualmente, las capacidades para la autonomía y la racionalidad. No hay lugar,
en cambio, para el reconocimiento de lo que distingue a unas personas de otras.
Por el contrario, se sostiene habitualmente que el respeto equitativo excluye
el reconocimiento público de las cualidades distintivas. Como resultado de
ello, se vuelve imposible considerar si el reconocimiento de los rasgos
distintivos podría, en algunos casos, ser un requisito de la justicia para
superar los obstáculos a la paridad participativa. Un abordaje pragmático, en
cambio, permite la consideración de estos casos. Adecuando los remedios que proporciona el reconocimiento
a los perjuicios que genera la falta del mismo, uno puede manejar un amplio
espectro de los diferentes obstáculos a los que se enfrenta la paridad
participativa.
El
abordaje pragmático tiene, a su vez, una segunda ventaja: elude los dudosos
argumentos que sostienen que el reconocimiento de las cualidades distintivas es
una necesidad humana universal en las sociedades modernas. Algunos teóricos del
reconocimiento, incluyendo a Taylor y a Honneth, sostienen que tal
reconocimiento, conjuntamente con el respeto equitativo, son inherentemente
necesarios para la auto-realización de los modernos.[27]
Así, estos autores proponen (al
menos) dos formas de
reconocimiento necesarias para cada uno y que todos deben gozar: el respeto
igual universal y la estima social diferencialista. A pesar de que estas
posturas mejoran el universalismo unilateral de muchas teorías distributivas,
van demasiado lejos en el sentido opuesto. Por tratar el reconocimiento de los
rasgos distintivos como una necesidad humana universal y abstracta, estos
teóricos son incapaces de considerar que las necesidades de reconocimiento de
los grupos subordinados difieren de aquellas de los grupos dominantes. Debido a
que eliminan eficazmente la cuestión del poder, no pueden explicar por qué los
grupos dominantes, tales como los hombres y los heterosexuales, rehuyen
usualmente el reconocimiento de sus rasgos distintivos (de género y sexo), no
reclamando especificidad sino universalidad. Del mismo modo, tampoco pueden
explicar por qué los movimientos sociales de los grupos subordinados, tales
como las mujeres y los afroamericanos, plantean exigencias de reconocimiento de
sus propias cualidades distintivas sólo en aquellos momentos históricos en los
que parecería imposible acceder a una plena paridad de participación de otro
modo, ni por qué sus reclamos, muy frecuentemente, han asumido la estrategia de
hacer pública la especificidad de los grupos dominantes, que había sido
falsamente exhibida como universalidad. El enfoque pragmático propuesto aquí,
por el contrario, sitúa los reclamos por
el reconocimiento de la diferencia directamente en el contexto del poder
social. Como resultado de ello, esta aproximación considera que muchos de tales
reclamos son contextuales y auto-eliminables. Invocadas como remedios
transicionales más que como fines en sí mismos, estas demandas pierden su raison d’etre[28] una
vez que los obstáculos específicos a la paridad participativa han sido
eliminados.
En
general, por ende, la pregunta “¿requiere la justicia del reconocimiento de la
diferencia?” debería ser enfocada en el espíritu de un pragmatismo enriquecido
por los aportes de la teoría social crítica. Todo depende de qué es,
precisamente, lo que las personas que hoy son des-reconocidas necesitan para
poder participar como pares en la vida social, ya que no hay razón para suponer
que todos ellos necesitan lo mismo en cualquier contexto. En algunos casos,
pueden necesitar ser liberados de rasgos distintivos excesivos que se les
adjudican. En otros casos, pueden necesitar que se tomen en cualidades distintivas
no suficientemente reconocidas hasta ahora, mientras que en otros, incluso,
pueden necesitar desplazar la atención hacia los grupos dominantes o
aventajados, revelando esos rasgos distintivos que habían sido falsamente
exhibidos como universalidad. Alternativamente, pueden necesitar deconstruir
los términos mismos en los cuales se formulan habitualmente las diferencias
atribuidas. Finalmente, pueden necesitar todas o varias de estas cosas en
combinación entre sí o combinadas con la redistribución.
Qué
personas necesitan qué tipo(s) de reconocimiento en qué contexto depende de la
naturaleza de los obstáculos que ellos enfrentan en relación con la paridad
participativa. Esto, repito, no puede ser determinado por medio de un argumento
filosófico abstracto. Sólo puede serlo con la ayuda de una teoría social
crítica que esté normativamente orientada, empíricamente informada y guiada por
la intención práctica de superar la injusticia.
Conclusión
Permítanme concluir con una
recapitulación de mi argumento general. He sostenido que plantear una
alternativa excluyente entre las políticas de redistribución y las de
reconocimiento es presentar una antítesis falsa. Por el contrario, hoy la
justicia requiere tanto de la redistribución como del reconocimiento. Así, he
argumentado a favor de un marco político comprensivo que contenga tanto la
redistribución como el reconocimiento, de modo de desafiar a la injusticia en
ambos frentes.
He examinado
luego algunos problemas filosófico-normativos que surgen cuando consideramos
elaborar un marco tal. Propongo una única concepción bivalente de la justicia,
que contenga tanto redistribución como reconocimiento, sin reducir la una al
otro, y he propuesto la noción de paridad
de participación como su núcleo normativo. He sostenido que la paridad
participativa es imposible en la ausencia de la “condición objetiva” de una
distribución justa, y la “condición intersubjetiva” de un reconocimiento
recíproco.
Este
abordaje proporciona al menos algunos de
los recursos conceptuales que se necesitan para comenzar a responder la que
considero la cuestión política clave de nuestro tiempo: ¿cómo podemos
desarrollar una orientación coherente que integre redistribución y
reconocimiento? ¿Cómo podemos construir un marco que integre aquello de la
visión socialista que continúa siendo convincente e inusurpable, con aquello
que resulta sólido e irrefutable en la nueva, aparentemente “post-socialista”, visión multicultural?
Si
no hacemos esta pregunta, si nos aferramos por el contrario a falsas antítesis
o dicotomías excluyentes engañosas, perderemos la posibilidad de proyectar
arreglos sociales que puedan revertir tanto las injusticias económicas como las
culturales. Sólo buscando enfoques integradores que vinculen la redistribución
y el reconocimiento al servicio de la paridad participativa podremos cumplir los requisitos de una
justicia para todos.
[1] En inglés, “identity
politics” (N.del T.)
* Profesora de la New School for Social Research, Nueva
York. Publicó recientemente Justice
Interruptus: Critical Reflections on the “Postsocialist” Condition,
Routledge, 1997.
[2] El financiamiento para la
elaboración de este trabajo fue suministrado por la Tanner Foundation for Human Values y por la Universidad de
Stanford. Agradezco los comentarios de Elizabeth Anderson y Axel Honneth y las
discusiones muy estimulantes con Richard J. Berstein, Rainer Forst, Steven
Lukes, Theodore Koditshek, Jane Mansbridge, Linda Nicholson y Eli Zaretsky.
[3] Véase por ejemplo las
contribuciones de Martha Nussbaum en Nussbaum, Martha y Jonathan Glover, comps.
Women, Culture, and Development: A Study of Human Capabilities (Oxford: Clarendon Press, 1995).
[4] Véase por ejemplo la crítica de Iris Marion
Young al paradigma distributivo en su libro Justice
and the Politics of Difference (Princeton: Princeton University Press,
1990).
[5] Se trata de grupos
activistas homosexuales radicales que han redefinido el sentido de la identidad
sexual, apropiándose de un término - queer (raro) - que tenía un sentido
negativo en el discurso heterosexual. El término ha sido adoptado también en el
ámbito académico para definir las tendencias más críticas y radicales de los
estudios gay y lesbianos (queer theory).
(N. del T.)
[6] Para el punto de vista
marxista de clase, véase por ejemplo Marx, Karl: “Wage Labor and Capital”,
en Tucker, Robert, ed. The Marx-Engels Reader (Norton, 1978).
[7] En inglés, “underclass” (N. del T.)
[8] Rorty, Richard: Achieving Our Country: The American Left in the 20th Century
(mímeo). Gitlin, Todd: The Twilight of
Common Dreams: Why America is Wracked by Culture Wars (Nueva York:
Metropolitan Books, Henry Holt and Co., 1995).
[9] Taylor, Charles: “The Politics of
Recognition”, en Gutmann, Amy, ed. Multiculturalim:
Examining the Politics of Recognition (Princeton: Princeton University
Press, 1994). Young, I. , op.cit.
[10] La siguiente dsicusión se
retoma en una sección de mi ensayo “From Redistribuion to Recognition? Dilemmas of Justice in a “Postsocialist”
Age”, en New Left Review, 212
(Julio/Agosto 1995), pp. 68-93, reimpreso en Fraser, Nancy, op.cit.
[11] Sennett, Richard y Jonathan Cobb: The Hidden Injuries of Class (Knopf,
1973).
[12] Uno podría objetar que el
resultado no implicaría la abolición del proletariado sino su universalización.
Aún en este caso, sin embargo, el carácter distintivo del proletariado en tanto
grupo desaparecería.
[13] Es verdad que las
distinciones de estatus pre existentes, por ejemplo, entre señores y plebeyos,
contribuyern a la emergencia del sistema capitalista. Sin embargo, fue sólo la
creación de un orden económico diferenciado con una relativa autonomía en su
funcionamiento lo que permitió la distinción entre capitalistas y trabajadores.
[14] Le agradezco a Erik Olin
Wright algunas de las formulaciones desarrolladas en este párrafo (comunicación
personal, 1997).
[15] En la sociedad
capitalista, la regulación de la secualidad deriva, relativamente, de la
estructura económica, que comprende un orden re relacones económicas diferenciadas
y orientadas a la expanción de la plusvalía. Más aún, en la fase actual del
capitalismo “posfordista”, la sexualidad encuentra crecientemente su espacio en
la relativamente nueva, moderna-tardía esfera “de la vida personal”, en la que
las relaciones íntimas que no pueden ser ya identificadas con la familia se
viven de forma distanciada de los imperativos de la producción y la
reproducción. Por lo tanto, hoy en día, y de manera creciente, la regulación
heteronormativa de la sexualidad está alejada del orden económico capitalista y
no le es necesariamente funcional. De resultas de esto, los agravios económicos
del heterosexismo no derivan simplemente de la estructura económica, sino que
están enraizados más bien en el orden estamental heterosexista, el cual se
aleja cada vez más de la economía. Para un argumento más completo en relación
con este tema, véase Fraser, Nancy: “Heterosexism, Misrecognition, and
Capitalism: A Response to Judith Butler”, en Social Text 53/4 (Invierno/Primavera 1998). La respuesta de Judith
Butler se encuentra en “Merely Cultural”, Social
Text 53/4 (Invierno/Primavera 1998).
[16] Le debo el “punto débil”a
Erik Olin Wright (comunicación personal, 1997).
[17] Ver Charles Taylor, “The Politics of
Recognition”, op. cit.; y Sources of the Self.
[18] Ver Axel Honneth, The Struggle for Recognition: The Moral Grammar of Social
Conflicts, tr. Loel Anderson
(Poity Press, 1995); e “Integrity and Disrespect Principles of a Conception of
Morality Based on the Theory of Recognition”,
en Political Theory, 20:2 (May
1992).
[19] Le agradezo a Rainer
Forst por ayudarme en la formulación de este punto.
[20] Juego de palabras con la
expresión en inglés “to add insult to
injury”: echar sal en la herida. (N. del T.)
[21] John Rawls, por ejemplo,
concibe los “bienes primarios”, tales como ingreso y trabajo, como “bases
sociales de auto-respeto”, mientras que también se refiere al auto-respeto en
sí mismo, específicamente, como un bien primario cuya distribución es una
cuestión de justicia. De la misma manera, Ronald Dworkin defiende la idea
de “igualdad de recursos” en cuanto
expresión distributiva de la “igualdad moral de las personas”. Amartya Sen,
finalmente, considera relevantes tanto el “sentido del ser”como la capacidad de
“aparición en público sin verguenza”, de ahí su imposibilidad de alcanzar un
enfoque de justicia que contemple una igual distribución de capacidades
básicas. Ver John Rawls, A Theory of Justice (Harvard University
Press, 1971), pág. 67 y 82; y Political Liberalism (Columbia
University Press, 1993), pág. 82,
181, y 318 ff; Ronald Dworkin, “What is Equality? Part 2: Equality of
Resources”, en Philosophy and Public
Affairs, 10: 4 (Fall 1981): 283-345;
y Amartya Sen, Commodities and
Capabilities (North- Holland ,
1985).
[22] La excepción
extraordinaria de un teórico que ha intentado incorporar temas de la cultura
dentro de un marco distributivo es Will Kymlicka. Kymlicka propone tratar el
acceso a una “estructura cultural intacta” como un bien primario a ser
justamente distribuido. Este enfoque es el adoptado por políticas
multinacionales como las de Canadá, a diferencia de políticas poliétnicas, como
las de los Estados Unidos. De este modo, no es aplicable a casos en los que los
que reclaman reconocimiento no se dividen perfectamente (o al menos no tan
perfectamente) en grupos con culturas diferentes y relativamente separadas. Tampoco se aplica en aquellos
casos en los que los reclamos por reconocimiento no adoptan la forma de
demandas de (algún nivel de) soberanía, sino sobre todo apuntan a una paridad
de participación en un sistema atravesado por líneas de diferencias e inequidad
múltiples y entrecruzadas. Para el argumento que sostiene que una estructura
cultural intacta es un bien primario, véase Will Kymlicka, Liberalism, Community and Culture (Oxford University Press, 1989). Para
la distinción entre políticas multinacionales y poliétnicas, ver Will Kymlicka,
“Three Forms of Group-Differentiated Citizenship in Canada”, en Democracy and Difference, ed. Seyla
Benhabib (Princeton University Press, 1996).
[23] Honneth, The
Struggle for Recognition, op. cit.
[24] Digo “que deben ser
satisfechas por lo menos dos condiciones adicionales”, para permitir la posibilidad de más de dos
condiciones. Específicamente, tengo en mente una posible tercera clase de
obstáculos a la paridad participativa que podríamos llamar “política”, en
oposición a la económica y a la
cultural. Este obstáculo incluiría aquellos procedimientos de toma de
decisiones que sistemáticamente marginan a algunas personas, aún en la ausencia
de mala distribución o
des-reconocimiento, por ejemplo, las reglas electorales de mayoría simple que
le niegan la voz, casi permanentemente, a las minorías. [Para un agudo enfoque
que contempla este ejemplo, ver, Lani Guinier, The Tyranny of the Majority (The Free Press, 1994). La posibilidad de una tercera clase de
obstáculos - “políticos” - a la paridad participativa le agrega una nueva
vuelta de tuerca a mi utilización de la distinción entre clase y estatus. La
propia distinción weberiana entre “clases, status y partidos” es tripartita, no
bipartita. El tercer obstáculo de tipo “político” a la paridad participativa
podría ser llamado “marginalización” o “exclusión”. De todas maneras, no voy a
desarrollar este punto aquí. Tan sólo me detengo en el análisis de la mala
distribución y del des-reconocimiento, dejando el análisis del carácter de los obstáculos “políticos” a la paridad
participativa para otra ocasión.
[25] Queda como pregunta qué
cantidad de inequidad económica es consistente con la paridad de participación.
Algún grado de inequidad es inevitable e inobjetable, pero hay un punto en el
que la disparidad de recursos llega a tal nivel que impide la paridad
participativa. Cuál es exactamente ese punto es materia de otra investigación.
[26] Digo que el remedio podría ser el reconocimiento de la
diferencia, no que debe ser. Como voy a explicar en la próxima sección, hay
otros posibles remedios de reconocimiento para aquellos casos de
des-reconocimiento que implique negar la distintividad.
[27] Taylor, “The Politics of Recognition”, op.
cit. Honneth, The Struggles for
Recognition, op. cit.
[28] En francés en el original
(N. del T.)
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